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Marito

Hoy fui a ver un monoambiente. Salí tarde del trabajo y llegué justito a la cita de las 6 pm. Dormí la media hora que tarda el tren desde San Isidro hasta Retiro. Me despertó un chico, tocándome el hombro dos veces con su dedo índice – Ey, llegamos –

– Gracias – le dije entredormida y enseguida abracé mi cartera para ver si estaba todo. Reconozco desde afuera lo que hay adentro: celular, billetera, llaves. Afuera seguía lloviendo.

La chica de la inmobiliaria me esperaba en el hall de entrada. Estaba sentada en uno de los sillones, mirando el celular. Me acerqué al vidrio. Cuando me vio, se levantó y le hizo señas a un señor que me abra. El encargado del edificio era un hombre alto, con pelo largo y bigotes. Abrió la puerta, me revisó con la mirada de arriba abajo, me aprobó y dio un paso atrás para dejarme entrar – Este se cree el dueño del edificio – me dijo la chica de la inmobiliaria mientras caminábamos hacia el ascensor.

Mario, el encargado del edificio donde vivía en Rosario estaba algo chiflado y todos ahí lo odiaban. En cada reunión de consorcio sacaban números para ver si convenía echarlo o no. Y nunca convenía. Entonces, dedicaban por lo menos media hora de reunión, para decir todo tipo de barbaridades sobre Marito mientras descargaban sus propias frustraciones. No les gustaba su cara, su olor, su forma de limpiar, sus ausencias injustificadas, sus infinitas enfermedades y accidentes. Cuando votaban, para juntar el quórum necesario para echarlo, yo era la única que no levantaba la mano. Marito me había pedido plata para tomarse el colectivo, había usado mi teléfono fijo cada vez que se quedaba sin crédito y me había robado varias horas de mi vida contándome sobre su expertise en fotografía y filmación de partidos de fútbol infantiles; o sobre el amor de su vida, que se casó con otro mientras el estaba en la colimba. Pero hacía diez años que sabía todos mis movimientos y jamás había dejado de saludarme con una sonrisa. Una de las vecinas del edificio, una señora alta de unos 60 años, que vivía enojada y apurada, y ninguneaba al marido en los siete segundos que tarda el ascensor en llegar a planta baja, dijo en una reunión que Mario miraba revistas pornográficas en su “cuartito” y que por eso nunca estaba disponible. Sí era cierto que Mario, como muchos de los de su gremio, pasaba varias horas en la vereda, lustrando los timbres hasta que se gastaban, y mirando a todas las mujeres que le diera la vista. Tenía un par de anteojos con culo de botella que le hacían efecto de lupa a sus ojos marrones, y se cortaba el pelo como un milico, según sus propias palabras. Los consorcistas decidieron sacarle la puerta a su cuartito, para  que no haga más «chanchadas». Mario los denunció en el sindicato por daño moral y la indemnización nos costó el fondo de inversión que habíamos acumulado en varios años. El Marito del edificio de calle Libertad tenía mejor presencia, pero estaba igual de loco.

Atravesamos todo el hall y llegamos a los ascensores. Mientras subíamos me miré al espejo y tenía la pintura de los ojos corrida. El edificio era imponente, de estilo racionalista y de construcción sólida. Quedaba por calle Libertad, entre Libertador y Posadas. Llegamos al piso siete, era un palier compartido, departamentos A y B. Había olor a rancio. Entramos, y el departamento era igual a una habitación de hotel. Sólo que en un rinconcito, tenía un intento de cocina, con un anafe y una bacha. El baño estaba limpio, aunque tenía varios años de uso. El piso era todo de alfombra gris, gris desteñido. El balcón daba al contrafrente, a un pulmón de manzana, y a pesar del día feo, entraba buena luz desde la ventana. La chica me habló de todas las cosas buenas del edificio y de todas las malas del departamento. No parecía muy convencida de lo que estaba ofreciéndome. – La alfombra tiene ya muchos años y no es la opción más higiénica, pero ahora viene un producto de Ayudín para alfombras que dicen que es muy efectivo -. Bajamos y antes de despedirme, le pregunté si el edificio tenía cochera. – Seguro hay alguna disponible, pero no preguntemos ahora porque este es medio mala onda, tendrías que consultar con el encargado de la mañana – me dijo y pensé en Mario. Primero viene la suegra y después el encargado del edificio en el top five de los más odiados. Cuáles serían los puestos tres, cuatro y cinco… – Chau … cómo era tu nombre, cualquier cosa me llamas, vos tenes mi teléfono – me interrumpió – Si si, te aviso si me decido por este, gracias – y me fui caminando por Posadas, un poco desilusionada. Ya había caminado la calle y me re veía en el barrio.

Llegué a casa, y tenía mensajes de whatsapp de Magui, preguntándome cómo me había ido, quería saber si de una vez por todas me decidía por alguno.

– ¿Qué tal el depto de calle Libertad? ¿Te gustó?

– Hola amiga, no está mal, pero tiene bastante olor a viejo, mucha alfombra, la cocina es mínima. Pero no bajo los brazos

– Ok, pero no mueras en el intento, yo ya estuve ahí y vas a tener que establecer prioridades, porque el departamento perfecto no existe. Entrando a clases. Te quiero. Chau.

Dejé el cel cargando, destapé una cerveza, abrí la pc, retomé la búsqueda de departamento y volví a ilusionarme. Me imaginé en ese lugar soñado: la cocina es espaciosa, los muebles son blancos. Hay una barra que conecta con un living pequeño, el piso es de parquet viejo, de los de antes, pero se puede pulir, y tiene un sillón de dos cuerpos con muchos almohadones. El balcón da al frente con dirección norte. Las paredes son blancas, porque los colores van en los detalles, no en las paredes. Tiene una habitación y está separada. En la habitación hay una cama doble, de uno noventa, hay dos mesitas de luz estilo vintage y mucho placard. El baño es sencillito, pero tiene un espejo gigante. Hay buena luz y circulación de aire.

Pensé en lo que me dijo Magui, tengo que establecer prioridades. Busqué una hoja, hice un cuadro, y en la parte de arriba escribí: alquiler, expensas, ABL, demás gastos, frente/contrafrente, balcón, amenities, cochera. Frené, taché y me eché sobre el respaldar del sillón. No, no y no. No más elecciones mentales. Quiero enamorarme. O no, no sé si eso existe, pero si que se me mueva algo adentro. Algo así como mi departamento de Rosario, que a pesar de ser viejo, me hace sentir bienvenida cada vez que entro. – Pero queda en Rosario y ahora vivís acá – me dije, casi como un mantra.

Mareada entre fotos de baños, cocinas y placares, se hicieron las diez de la noche. Diego debía estar por llegar.

Sonó el timbre, la llave estaba puesta del lado de adentro.

– Hola Die, ¿cómo estas?, ¿qué tal el viaje?.

– Bien, tranquilo, poco tránsito, es la mejor hora para entrar los viernes.

– Buenísimo, me alegro. Te destapo una Patagonia.

– Dale, ¿vos en qué andas?

– Estoy en búsqueda.

– Ah, si, de depto. ¿Hoy no visitabas uno?

Si, pero no, no me cerró. Quiero encontrar ese que me está esperando. Quiero verlo y enamorarme, o no. No sé si eso existe. Pero que se me mueva algo adentro.

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