No era nuevo para mí, ya me había pasado antes. Antes y cada vez que los tenía cerca. Y cuanto más vieja estaba, los síntomas empeoraban. La sola posibilidad de que sean ellos provocaba en mi cuerpo esa anticipación de que algo malo iba a pasar. Y después, una vez que pasó, la resaca. El cuerpo plagado de sustancias moviéndose como autos en una carrera de fórmula uno. Los vi de lejos.
Soy miope desde los siete años, y a mis veintinueve soy lo que se conoce como miope alto (o alto miope), porque mi graduación es mayor a seis dioptrías o, más fácil, -6 de miopía. Me pierdo de ver muchas cosas. Lo primero que hago y lo único que puedo hacer ni bien me despierto es ponerme mis lentes. Dependo de ellos por completo. Pero cuando tengo miedo hago zoom. Se agudizan el resto de mis sentidos y entre todos me ayudan a percibir con un detalle que no acostumbro. En verdad, los cerebros de todos están alerta a cualquier situación de riesgo que se acerque. Pude ver, a lo lejos, sus conitos naranjas. Era de día: viernes 4 pm. No se veían luces azules ni intermitentes. Íbamos camino a San Antonio, a pasar un fin de semana largo entre amigas. Yo manejaba y las chicas cantaban una canción del Chano que ya habíamos escuchado tres o cuatro veces en la hora y media que llevábamos de viaje. Salida a Villa María a 500 metros decía un cartel azul gigante con letras blancas. Desaceleré y me corrí a la derecha. Empecé a sentir una leve cosquilla en mis pantorrillas. Repasé mentalmente: carnet de conducir vigente, cédula verde y azul, póliza de seguro, constancia de pago del mes, matafuegos. Listo. Tenía todo. Nos acercamos un poco más y las chicas también vieron que había algo, pero siguieron cantando.
Nunca entendí demasiado el porqué de mi miedo a la policía. A medida que nos acercabamos, bajaba cada vez más la velocidad. No quería llegar nunca. Había un Renault 21 verde oscuro parado al costado de la ruta. Un oficial estaba apoyado en la ventanilla hablando con el conductor. Más adelante había dos móviles, parados en paralelo y con las luces prendidas. Eran dos Corsa blancos con baúl, cinco puertas, con franjas amarillas y azules, y el logo de la Policía Caminera. Llegando, ya a paso de hombre, una mujer policía comienza a cruzar la ruta con pasos lentos y largos. Se para en el medio de nuestro carril, nos hace seña de que bajemos la velocidad con la mano, arriba-abajo, arriba-abajo, y luego que nos corramos al costado, izquierda-derecha, izquierda-derecha. Dejo de sentir mis piernas, y las palmas de las manos empiezan a transpirar, siento que se me resbala el volante. Tranquila, tenes todo, no pasa nada, ¿qué cosa tan mala puede pasar? Nada puede pasar, pero les tengo miedo. Me levanto los lentes de sol, son grandes y negros, no quiero resultar sospechosa. Trago un litro y medio de saliva y bajo el vidrio. Buenas tardes oficial.
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