Ahora vamos a tener que evitar el sol – le digo a Seba desde la habitación mientras le pongo el pañal a Pau.
Unos minutos antes, cuando lo bañaba, se le mojó la costra de la lastimadura que tenía en el mentón y se le salió. El golpe se lo dio el fin de semana, mientras andaba con su patinete a toda velocidad por la acera. Ahora se ve la piel rosa, virgen, indefensa que está debajo.
No pasa nada si le da el sol – me responde desde la terraza mientras riega las plantas y sigue – dejá de joder con esas cosas, se va a dar mil golpes más y mucho peores que este.
Algo me molesta en el estómago.
¿Qué efecto puede hacer el sol sobre el mentón sin cascarita de Pau? No lo se, pero para mí el sol cuando es fuerte y da directo en la piel, hace más mal que bien.
Cuando era pequeña mi mamá me enseñó a interponer de forma cotidiana una serie de objetos entre el sol y mi piel: protectores solares, anteojos, sombreros, sombrillas, parasoles. Me llenaba de cremas y telas que me alejaban del contacto directo con el sol. Era su manera de protegerme. Me dejó un repertorio de enseñanzas, como la piel tiene memoria, el sol arruga, los lunares expuestos a los UV pueden deformarse. Todavía hoy, cuando me siento en una terraza, me pongo de espaldas.
Sé que va a darse mil golpes y peores que este. O no. Pero criar, es en gran parte, re-transmitir lo aprendido. Pasar de generación en generación aprendizajes, teorías, decisiones consideradas aciertos, muchas veces, sin apenas cuestionarlas. Le respondo un mix de ambas cosas: por un lado, que para mi es importante cuidarle la piel y evitar que le quede una cicatriz y, por el otro, que mirá quién habla de obsesiones. Las repaso rápido en mi mente y en este caso no aplican. Seba jamás se cuida del sol y ama sus cicatrices. Sobre todo las que tiene del día que se prendió fuego todo el cuerpo porque el motor de una lancha le explotó en las manos.
Podemos ponerle protector cuando salgamos de casa – me responde y el dolor de estómago cede – pero al sol va a estar.
Le pongo el pijama y las medias e intento peinarlo pero se escapa. Se va andando al salón con la cabeza mojada y el pelo enredado a buscar su patinete. Me echo sobre su cama y apoyo la cabeza en los almohadones. Registro el cansancio de mi cuerpo. Giro hacia a la izquierda y veo un perro vestido de policía, un panda, una pantera rosa y un koala. Pienso en que también debería avisar en la guardería para que eviten la exposición al sol cuando Pau salga al patio. Agarro el koala y lo aprieto contra mi pecho. Son las ocho de la noche, es viernes. Hoy el día fue gris y ventoso pero para mañana el pronóstico anuncia sol pleno.
Seba se acerca hasta la habitación de Pau y me dice:
Evitar el sol es una exageración.
Él, que se pone verde si no cierro las puertas de los placares o dejo los cajones semiabiertos. Pienso que eso una exageración. No se lo digo.
Cierro los ojos un momento y el dolor de estómago ahora está más abajo, es como una punzada y viene de un ovario. Puedo afirmar que estoy ovulando, que ese dolor es porque el óvulo de este mes acaba de salir a pasear. Parece que en febrero toca el ovario derecho.
Hace algunos años, mi psicoterapeuta de entonces, cansado (creo yo) de escucharme repitiendo estados de ánimo mes tras mes, me pidió que anotara qué días del mes me sentía más triste, cuáles más enérgica, cuáles más neutra y fue toda una revelación. Nunca lo escribí, pero descubrí que los días 4, 5 y 6 del ciclo, siempre previos a la ovulación, mi estado de ánimo podría titularse “extrema sensibilidad”. Después lo simplifiqué y dividí mi ciclo en dos. Los días del mes que veo negro y los que varío entre blanco reluciente y gris oscuro y califiqué las etapas como AO y DO: antes y después de la ovulación. Me volví experta.
No recuerdo bien porqué pero es uno solo el que lo logra. Un solo óvulo es el que sale, el que se expone. Sale y espera a un espermatozoide que lo encuentre. Si no llega nadie, sigue su recorrido y muere y el ciclo vuelve a empezar. Cuánta exposición y vulnerabilidad la de ese óvulo. Primero triunfa y después se sienta a esperar en la banqueta de un bar a que el más vigoroso lo alcance primero. El más fuerte, el más apto, el más vulnerable. Se expone, se arriesga.
Me levanto y acomodo los almohadones. Saco la toalla mojada y la cuelgo en el tender, guardo la bolsa de pañales y las toallitas húmedas. Cierro los cajones. Busco el peine y me siento al lado de mi hijo.
Mañana a la mañana podemos ir a la playa – le digo a Seba mientras peino a Pau que ahora está sentado jugando con un cochecito.
¿Y el sol? – me pregunta con los ojos más abiertos de lo normal
Yo sé cómo protegerlo.