Categoría: Articulos

Ahora vamos a tener que evitar el sol – le digo a Seba desde la habitación mientras le pongo el pañal a Pau. 

Unos minutos antes, cuando lo bañaba, se le mojó la costra de la lastimadura que tenía en el mentón y se le salió. El golpe se lo dio el fin de semana, mientras andaba con su patinete a toda velocidad por la acera. Ahora se ve la piel rosa, virgen, indefensa que está debajo.

No pasa nada si le da el sol – me responde desde la terraza mientras riega las plantas  y sigue – dejá de joder con esas cosas, se va a dar mil golpes más y mucho peores que este.

Algo me molesta en el estómago. 

¿Qué efecto puede hacer el sol sobre el mentón sin cascarita de Pau? No lo se, pero para mí el sol cuando es fuerte y da directo en la piel, hace más mal que bien.

Cuando era pequeña mi mamá me enseñó a interponer de forma cotidiana una serie de objetos entre el sol y mi piel: protectores solares, anteojos, sombreros, sombrillas, parasoles. Me llenaba de cremas y telas que me alejaban del contacto directo con el sol. Era su manera de protegerme. Me dejó un repertorio de enseñanzas, como la piel tiene memoria, el sol arruga, los lunares expuestos a los UV pueden deformarse. Todavía hoy, cuando me siento en una terraza, me pongo de espaldas. 

Sé que va a darse mil golpes y peores que este. O no. Pero criar, es en gran parte, re-transmitir lo aprendido. Pasar de generación en generación aprendizajes, teorías, decisiones consideradas aciertos, muchas veces, sin apenas cuestionarlas. Le respondo un mix de ambas cosas: por un lado, que para mi es importante cuidarle la piel y evitar que le quede una cicatriz y, por el otro, que mirá quién habla de obsesiones. Las repaso rápido en mi mente y en este caso no aplican. Seba jamás se cuida del sol y ama sus cicatrices. Sobre todo las que tiene del día que se prendió fuego todo el cuerpo porque el motor de una lancha le explotó en las manos. 

Podemos ponerle protector cuando salgamos de casa – me responde y el dolor de estómago cede – pero al sol va a estar. 

Le pongo el pijama y las medias e intento peinarlo pero se escapa. Se va andando al salón con la cabeza mojada y el pelo enredado a buscar su patinete. Me echo sobre su cama y apoyo la cabeza en los almohadones. Registro el cansancio de mi cuerpo. Giro hacia a la izquierda y veo un perro vestido de policía, un panda, una pantera rosa y un koala. Pienso en que también debería avisar en la guardería para que eviten la exposición al sol cuando Pau salga al patio. Agarro el koala y lo aprieto contra mi pecho. Son las ocho de la noche, es viernes. Hoy el día fue gris y ventoso pero para mañana el pronóstico anuncia sol pleno. 

Seba se acerca hasta la habitación de Pau y me dice: 

Evitar el sol es una exageración. 

Él, que se pone verde si no cierro las puertas de los placares o dejo los cajones semiabiertos. Pienso que eso una exageración. No se lo digo.

Cierro los ojos un momento y el dolor de estómago ahora está más abajo, es como una punzada y viene de un ovario. Puedo afirmar que estoy ovulando, que ese dolor es porque el óvulo de este mes acaba de salir a pasear. Parece que en febrero toca el ovario derecho. 

Hace algunos años, mi psicoterapeuta de entonces, cansado (creo yo) de escucharme repitiendo estados de ánimo mes tras mes, me pidió que anotara qué días del mes me sentía más triste, cuáles más enérgica, cuáles más neutra y fue toda una revelación. Nunca lo escribí, pero descubrí que los días 4, 5 y 6 del ciclo, siempre previos a la ovulación, mi estado de ánimo podría titularse “extrema sensibilidad”. Después lo simplifiqué y dividí mi ciclo en dos. Los días del mes que veo negro y los que varío entre blanco reluciente y gris oscuro y califiqué las etapas como AO y DO: antes y después de la ovulación. Me volví experta. 

No recuerdo bien porqué pero es uno solo el que lo logra. Un solo óvulo es el que  sale, el que se expone. Sale y espera a un espermatozoide que lo encuentre. Si no llega nadie, sigue su recorrido y muere y el ciclo vuelve a empezar. Cuánta exposición y vulnerabilidad la de ese óvulo. Primero triunfa y después se sienta a esperar en la banqueta de un bar a que el más vigoroso lo alcance primero. El más fuerte, el más apto, el más vulnerable. Se expone, se arriesga. 

Me levanto y acomodo los almohadones. Saco la toalla mojada y la cuelgo en el tender, guardo la bolsa de pañales y las toallitas húmedas. Cierro los cajones. Busco el peine y me siento al lado de mi hijo.

Mañana a la mañana podemos ir a la playa – le digo a Seba mientras peino a Pau que ahora está sentado jugando con un cochecito.

¿Y el sol? – me pregunta con los ojos más abiertos de lo normal

Yo sé cómo protegerlo.

 

Salir del clóset

Algunas ideas forman de a poquito en nuestra mente, como el polvillo, cuando se acumula sobre los muebles y ya no podemos ignorarlo. Otras, llegan de golpe.

El despertador sonó a las 8.45. Me levanté para preparar el desayuno. Caminando hacia la cocina, hice el ejercicio mental que hago todos los días apenas me levanto, que me ubica en espacio y tiempo y aunque va variando, es más o menos así: son las 10 am, es sábado a la mañana, en casa están todos bien, no tengo mensajes ni mails de trabajo, ayer viernes vencía el impuesto inmobiliario y lo pagué, mandé el mail a seguridad social, faltan dos días para el psicofísico del carnet y ya está anotado en la agenda. Recién ahí siento los hombros relajados. Voy al teléfono y rechequeo whatsapp, gmail, notificaciones de instagram. No hay nada. Decido poner música. Unos segundos después, mientras enjuago con cuidado el mate para no salpicar de verde la bacha blanca e impoluta del departamento recién alquilado, suena Bohemian Rapsody. 

Mama, just killed a man                                           
put a gun against his head                                     
pulled my trigger, now he’s dead                          

¿Está Freddy hablando de salir del clóset? 

Creo que todos tenemos algo que tiene que salir del clóset. Se puede tomar prestada esta frase para cualquier cambio, movimiento interno o externo que nos obligue a dejar atrás una versión de nosotros mismos y a hacernos cargo de una nueva. Como Freddy, matando a nuestro yo antiguo y empezando a ser uno nuevo. 

Wikipedia dice que salir del armario, del clóset o del placard «son modismos que, aplicados a las personas, significan declarar voluntaria y públicamente su homosexualidad». Funciona como analogía de algo escondido, a la vez que grafica la sensación de encierro y oscuridad de quienes esconden su orientación y «saca a la luz» un aspecto de la vida que hasta el momento, estaba escondido. También dice que se extendió a otros colectivos o minorías: ateos, en una comunidad creyente, por ejemplo, o disidentes de partidos políticos mayoritarios.

En mi caso, es la estructura – una mezcla resultante de muchas cosas, pero que puedo resumir en tres: nací con ascendente y sol en Capricornio, tuve una educación exigente y estudié abogacía – la que pide a gritos romper las puertas del clóset. La estructura funciona como ilusión de control: son las 10 de la mañana de un sábado, todos están bien y tilde tilde tilde. Nada puede salir mal, nada malo puede pasar. Y aunque por experiencias propias y ajenas sabemos que eso no es real, que las cosas pasan igual y cuando tienen que pasar, mucho más allá de nuestra listita y de nuestro deseo, reincidimos. Pero ojo: esa estructura que nos hace creer protegidos de las cosas malas que pudiesen pasar, también nos «protege» de las buenas. Nos deja inmóviles, quietos, cautos, a salvo, lejos de los extremos. Vivos, pero en punto muerto. 

Dos historias y dos abuelas

Durante diez años fui a la casa de mi abuela después de la escuela. Caminaba dos cuadras desde la puerta del colegio hasta la «casa del pueblo» como le decía ella, porque antes había vivido en el campo. La casa del pueblo era de ladrillo visto, con puertas y persianas de madera brillante y en el primer piso tenía un balcón grande, que para mí, en ese momento, era todo.

Como las clases eran por la mañana, llegaba a la casa de la abuela al mediodía. Apenas abría la puerta del garaje se escapaba un vapor condimentado que me indicaba el camino para encontrarla. Cuando me veía me daba un abrazo con todo su cuerpo y me hacía probar lo que estaba cocinando. Este fin de semana vi dos películas que muestran el rol fundamental que cumplen las abuelas en la vida de sus nietos. Ambas son historias reales.

Las abuelas Mammaw e Ivy

Hillbilly, una elegía rural está en Netflix y es del director Ron Howard (Apolo 13 y Una mente maravillosa, entre muchas otras). A pesar de que la crítica estadounidense llegó a decir que era una de las peores del año, a mi me gustó mucho. Según los críticos, el error está en que el éxito del protagonista coincida con el «sueño americano», una idea que hoy está bastante cuestionada. Se trata de la historia de una familia de clase trabajadora que lucha contra una herencia cargada de adicciones y falta de oportunidades. Está contada a partir de las memorias de J.D. Vance, un abogado recién recibido en Yale que vuelve a su pueblo porque su madre está internada por sobredosis.

La otra es Rocketman, que también está en Netflix y cuenta la historia de vida del músico Elton John. Con once años y un talento fuera de lo ordinario, Elton – que por entonces se llamaba Reginald Dwight – recibe una beca en la Academia Real de Música en Londres. Su papá – siempre ausente – y su mamá – que lo culpaba de todos sus males – subestiman las posibilidades de Elton. Es su abuela Ivy quien se compromete a llevarlo a la audición que le cambia la vida para siempre

De dónde venimos y hacia dónde vamos

El rol de los abuelos y las abuelas fue cambiando con el tiempo. Hace algunas décadas eran más distantes, confundían el trato respetuoso con la ausencia de cariño. Después de algunos años, ese respeto se perdió y fueron, a veces olvidados, otras rechazados por sus costumbres anticuadas o sus capacidades físicas limitadas. Sin embargo, en todas las épocas hubo abuelos y abuelas que cuidaron de sus nietos y cumplieron con el rol de un modo que solo la experiencia de una vida entera puede dar.

Mi abuela, que se llamaba Nelly, no ocupó el lugar de mi mamá, pero su presencia no pasó inadvertida. No solo por su carácter estridente y la alegría que expresaba cada vez que yo entraba a su casa, sino por los aromas y sabores de su comida siempre disponible y su forma de ser madre de mi madre, que se proyectó hasta mí. Con mi otra abuela, comparto el nombre, pero no llegué a conocerla ni a saber cómo era. Aunque sospecho que heredé de ella más de lo que me puedo imaginar.

Estas dos historias de vida me llevaron a pensar en mis abuelas y en mis orígenes: eso tan básico de buscar de dónde venimos para ver a dónde vamos. Como dice la escritora alemana Nora Krug**, en su libro Heimat, lejos de mi hogar: no podes saber quién sos sin enfrentarte con el lugar de donde venís. Estas películas, más allá de los detalles de cada historia, van al grano en esto y es inevitable que al verlas, nosotros vayamos también.-

 *la ilustración es de @mercedes_debellard y es uno de los carteles que publicó el Ayuntamiento de Madrid en la fiesta de San Isidro 2018.

**me enteré de Nora Krug y su libro «Heimat, lejos de mi hogar» por el newsletter de @minicarbono.

Sweet child o’ mine

–        ¿Ya pudiste plantar el limonero? – le pregunté a mamá

–       No amorcito, tengo que esperar a que pasen las heladas

***

Todo empezó un viernes a la noche, después de cenar hamburguesas veganas. Uma se levantó de golpe del sillón donde estábamos acostados mirando una serie y empezó a sacudirse, contrayendo y estirando el estómago, con tanta fuerza como si estuviera por escupir uno de sus órganos. Esa noche vomitó algo de mi hamburguesa y un líquido naranja que estaba en su cuerpo de antemano. Enseguida levanté del piso sus platos de comida y agua y los dejé arriba de la mesada, busqué el papel absorbente y sequé el vómito. Ella se volvió a echar y al rato nos fuimos a dormir. A las 3 am repitió los movimientos bruscos. A las 5 de nuevo y a las 6 otra vez. Hacía las mismas contracciones, la espalda se le ponía tan curva que parecía que iba a quebrarse, pero ya no vomitaba nada. Después aprendí que se llaman náuseas improductivas. A las 8 fuimos hasta la guardia, nos sentamos en la sala de espera y Uma empezó a temblar, como cada vez que entraba a una veterinaria. Le pasaron suero con ranitidina, reliverán y un analgésico.

Mientras le pasaban suero yo le acariciaba el lomo y sentía en la yema de mis dedos cómo ese líquido frío entraba en su cuerpo. Uma miraba la pared con expresión de desgano, yo miraba el gotero. Había visto muchos sueros en mi vida, pero nunca los había manipulado. Aprendí que le llaman perfus a la manguera, el regulador y el tubito por donde cae el suero, que un extremo de la manguera se conecta al sachet y el otro extremo a una aguja, que si tiene el borde verde es más gruesa y larga que si el borde es amarillo. Esa noche el goteo iba rápido y se le formó una bola enorme debajo de la piel atrás del cuello. No me gustó la deformidad, pero la veterinaria de guardia me dijo que era normal y que así el cuerpo absorbía a medida que iba necesitando. En los próximos veinte días iba a volverme experta en bolas de suero subcutáneas.

Nos habíamos encontrado de casualidad en el 2007. Yo quería que alguien me hiciera compañía porque mi hermano, que ya había terminado la universidad se mudaba y yo, que empezaba el segundo año de abogacía, me quedaba sola, pero los perros estaban prohibidos. Mi otro hermano había llevado cachorros a casa que habían masticado muebles y ropa y jamás se había hecho cargo de pasearlos, bañarlos o arreglar lo que rompían. Un mediodía, no me acuerdo de qué mes, crucé al shopping de la vuelta donde estaba el Banco Municipal a pagar las expensas. Y mientras hacía la cola, la ví a Uma que todavía no se llamaba Uma, pegada contra el vidrio, mirándome. Salí de la cola del banco y entré al pet shop. Pregunté por ella, pero estaba reservada: “La dueña del Caro Cuore de planta baja me pidió que se la guardara hasta las 12. Ya son 12.45, si no viene en un rato, es tuya”, me dijo la vendedora. Era una Yorkshire Terrier de tres meses y una semana y no tenía papeles. Le pedí que me diera cinco minutos y me fui corriendo hasta el departamento. Entré y le pregunté a mi hermano cuánto teníamos en el fondo de emergencia. Lo vaciamos. Cuando la vio me dijo que era perfecta.

Uma siguió teniendo náuseas improductivas, se deshidrató e hizo un cuadro renal. Un martes al mediodía, mientras la estaba girando para evitar que se le formaran escaras, dejó de respirar. Hacía dos días que no se levantaba y tenía que moverla cada dos horas y ponerla boca abajo – como una foca, me había dicho la veterinaria -. No hizo ruidos, ni una respiración brusca, solo frenó. Me la quedé upa, la miré y la acaricié. ¿Estaba ahí o ya no estaba más? Lo llamé a Seba y le dije que siga haciendo sus cosas porque yo estaba bien. Me estaba despidiendo, más o menos como me lo venía imaginando los últimos días, cuando perdía las esperanzas de que los corticoides o el nuevo antibiótico hicieran un milagro. Pensé en todo lo que habíamos pasado juntas. Pensé en su cuerpo como un envase. En si tenía que dejarla afuera o si con la ventana abierta era suficiente. En su alma y en un cielo de perros, como un lugar especial, mucho mejor que el de los humanos. Como un cielo vip.

Al día siguiente estaba fría y tenía las articulaciones duras. Se llama rigor mortis – me dijo Seba como explicando lo inexplicable. Como si el hecho de que fuera algo esperable cambiara las cosas o calmara el dolor. Porque eso hacemos, ponemos nombres, protocolizamos la evolución y también, la involución. Por favor no la toques más – me dijo, también. Hicimos el pozo en el patio de la casa de mis viejos, la envolvimos en una toalla y la apoyamos en el fondo. Le fuimos tirando tierra de a poquito, desarmando los cascotes, mientras una versión acústica de Sweet Child of Mine sonaba en mi celular apoyado en una maceta. Después de la tierra le tiramos rosas blancas del jardín de mamá y elegimos un limonero para plantar sobre su tumba. 

***

Por veinte días sentí lo que llaman síndrome de la mamá primeriza: nada de nada importa, salvo cuidar a tu cría. No dormí de corrido, dejé de cocinarme, fui a la veterinaria y a la farmacia más que en toda mi vida. Uma no era mi cría, pero fue lo más parecido o cercano a una cría que tuve. Esa despersonalización fue agotadora, pero a la vez me alivió. Dejé de mirarme al espejo, de verme los defectos, los míos, los de mi casa y los de las personas que veo todos los días. Me distraje por veinte larguísimos días de mi más íntima y subjetiva realidad: mis miedos, mis fobias, mis objetivos a corto y largo plazo y todas las actividades que hago para distraerme de eso – íntimo, subjetivo y por lo visto, aterrador – que dirige mis pensamientos como un director con su batuta. Los últimos días de Uma me revelaron, como quien va a visitar a una vidente, ese lado oscuro que me persigue mientras corro, como escapándome. –



Surfeando la vulnerabilidad

«There’s a crack in everything. That’s how the light gets in» – Leonard Cohen [Todas las cosas tienen una grieta. Así es como entra la luz.]

Para las personas que leemos mucho, los libros y sus autores, son algo especial. Por eso, suelo tener claro, más o menos cuándo conocí a tal autor o autora, quién me dio el dato o cómo llegué a su obra. Y es raro, pero en el caso de Brené Brown, no puedo acordarme. Tengo la sensación de que me acompaña hace varios años, pero fue recién a principios de 2018 cuando me encontré con Rising Strong en una librería de Los Ángeles.

Cuando llegué al hotel, la googleé y supe que había escrito dos libros anteriores a ese, en una especie de saga. Así que lo dejé, busqué la versión kindle de alguno de los anteriores y encontré el segundo, El poder de ser vulnerable. Pero, por alguna razón, no estaba en sintonía para esa lectura y a los pocos días lo dejé. Ocho meses después, viajé por primera vez a la India y en el vuelo de ida lo retomé: Brené me hablaba exactamente de los pensamientos y las emociones que el contexto y las vivencias del viaje despertaban en mí. Fue un lugar donde me senti vulnerable y agradecida, vulnerable y agradecida, tantas veces y en loop. ¿Será que los libros nos encuentran y se hacen visibles a nuestros ojos cuando los necesitamos como compañeros de viaje? Yo creo que sí.

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Desde que Brené me enseñó qué es ser vulnerable y por qué es tan importante que nos animemos a identificar y a sentir la vulnerabilidad cuando nos atraviesa, mi manera de ver mis desafíos diarios cambió para siempre. Aprendí que sentirme expuesta, vulnerable, sin control de los resultados, hasta incluso criticada e inundada de vergüenza, es muchas veces el pasaje necesario para vivir una vida genuina y conectada. Este concepto cambió también mi manera de entender el coraje y la valentía desde una visión más integral, sabiendo que viene de la mano de sinsabores y que es justo en esos valles donde está el mayor aprendizaje. Repasé mi vida hacia atrás en hitos, haciendo foco en tantos momentos en los que fui valiente, me mostré y fui rechazada, en los que probé y sentí el fracaso y entendí que en todos, con un poco más o menos de tiempo, salí a flote. Y siempre fue para mejor: cada vez fui una mejor versión de misma. Ese repaso me hizo sentir fuerte, sobre todo por la búsqueda incesante, el esfuerzo y la resiliencia a las emociones más difíciles, como el miedo y la vergüenza. Ese viaje en el tiempo hizo que me aceptara. Y terminó de convencerme, que lejos de escaparle a la vida, creyendo que puedo evitar al sufrimiento, elijo cultivar el coraje para encarar mis proyectos con mas confianza. Ese es mi desafío para el 2020 y recién hoy lo descubro.

Casi un año después del viaje a India, volví a encontrarme con Brené, por consejo de la talentosísima May Groppo, pero esta vez con el número uno de la saga: Los dones de la imperfección. Y es sobre este libro en particular que quiero hablarles, porque creo que es una lectura que suma y mucho. El subtítulo es el siguiente: Libérate de quién crees que deberías ser y abraza a quién realmente eres, ¿les suena?. Si, tiene algo de frase armada, pero creo que en algún punto a todos nos toca y que vale la pena revisarlo. A pesar de que es un proceso que vengo llevando adelante hace varios años, cuando lo leí me resonó y eso para mi fue una señal de que todavía me queda trabajo por hacer. Ustedes sabrán si hizo eco adentro suyo o no.

En este libro Brené hace una introducción sobre lo que ella llama Vivir de todo corazón, para lo cual es necesario desarrollar los tres dones de la imperfección: el coraje, la compasión y la conexión (¡sí, en español todo rima!). Seguido de eso enumera, cuestiona y derriba diez hitos formados por todo aquello que se interpone en el camino: la preocupación sobre lo que piensan los demás, el perfeccionismo, el entumecimiento a través de las adicciones, la sensación de no tener suficiente, la necesidad de certidumbre, las comparaciones, el agotamiento como símbolo de estatus y la productividad como medida de la valía personal, la preocupación como estilo de vida, la falta de confianza en sí mismo y la necesidad de no perder nunca el control. ¡De nuevo, ¿les suena?!!! Yo quise sumergirme en el libro, sentí que me estaba hablando a mí y que todo lo que hace ruido e interfiere nuestros procesos de golpe estaba reunido en un solo libro. Claramente son temas no resueltos, no sé si para todos, pero sí para mucos: Los dones de la imperfección fue traducido a treinta y dos idiomas, la charla TED de Brené es una de las más vistas del mundo y publicó una de sus conferencias en Netflix. Definitivamente, su deseo de instalar temas como la vergüenza y el miedo en la discusión global, se hizo realidad.

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Sin ánimos de spoilear les voy a dejar siete citas sobre este libro que le regalaría a cada una de las personas que quiero:
«La vergüenza odia que tendamos la mano y contemos nuestra historia a otras personas. Detesta que la expresemos con palabras, porque no puede sobrevivir si la compartimos con los demás. Lo que a la vergüenza le encanta es el secretismo y por esa razón, lo más peligroso que podemos hacer después de sufrir una experiencia vergonzante es intentar esconder o enterrar nuestra historia. Cuando lo hacemos, la vergüenza experimenta una metástasis«.

«La esencia de la compasión es, en realidad, la aceptación. Cuanto mejor nos aceptamos a nosotros mismos y a los demás, más compasivos nos volvemos. Pero resulta difícil aceptar a las personas cuando nos están haciendo daño, cuando se están aprovechando de nosotros o cuando nos están pisoteando. Por eso, esta investigación me ha enseñado que, si realmente queremos practicar la compasión, tenemos que empezar a establecer límites y a responsabilizar a las personas por sus conductas».

«Encajar significa evaluar una situación y convertirnos en lo que hay que ser para que nos acepten. Pertenecer, en cambio, no nos exige cambiar lo que somos, nos exige ser lo que somos».

«El amor no es algo que demos u obtengamos, sino algo que nutrimos y cultivamos, una conexión que solo puede crecer en tres dos personas cuando ya existe dentro de cada una de ellas».

«La autenticidad es un conjunto de decisiones que tenemos que tomar cada día. Es la decisión de ser reales y mostrarnos tal cual somos. Cuando elegimos ser leales a lo que somos la gente que nos rodea tiene que hacer un esfuerzo para entender cómo y por qué estamos cambiando. No merece la pena sacrificar lo que somos en favor de lo que otros puedan pensar. Aviso: si comercias con tu autenticidad en aras de tu seguridad, puedes experimentar los siguientes síntomas: ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, adicciones, rabia, culpabilidad, resentimiento y amargura».

«Comprender la diferencia entre esfuerzo saludable y perfeccionismo es básico para soltar el escudo y recobrar la vida. Las investigaciones revelan que el perfeccionismo obstaculiza el éxito y conduce a la parálisis vital: es decir, todas las oportunidades que perdemos porque nos asusta mostrar al mundo algo que podría ser imperfecto».

«Después de años de investigación, he llegado a la conclusión que todos entumecemos e intentamos suavizar nuestras emociones. Lo importante es determinar si el hecho de comer/beber/gastar/jugar/ser perfeccionista/trabajar sesenta horas por semana nos impide alcanzar nuestra autenticidad, si no nos deja ser emocionalmente honestos, establecer límites y sentir que ya basta».

No tengo nada en contra de los libros de autoayuda, pero estos libros, de autoayuda tienen solo el título. Brené investiga científicamente las emociones. Si, hace ciencia. Utiliza el método de la investigación cualitativa, que a diferencia de la investigación cuantitativa, sustentada en pruebas y estadísticas, se ocupa de encontrar patrones. Dentro de la metodología cualitativa, Brené utiliza la teoría fundamentada, que se basa en partir de la menor cantidad posible de ideas preconcebidas y asunciones previas para elaborar una teoría solo a partir de los datos que surgen en el proceso. Esos datos surgen de extensas entrevistas y recopilaciones de historias personales: ya tiene más de diez mil historias recolectadas. ¿Por qué les cuento esto? Porque cómo y a partir de dónde surgen sus conclusiones, hace que sus libros sean diferentes.

Hasta el momento leí cuatro libros de Brené y para mí fueron reveladores. Si no la conocen, mi recomendación es que empiecen con los Dones de la imperfección y sigan con El poder de ser vulnerable. Uno de sus primeros se llama Pensé que solo me pasaba a mí, otro es Desafiando la tierra salvaje: la verdadera pertenencia y el valor para ser uno mismo. Si quieren más, ustedes mismos sabrán cuál será el próximo.-

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Brené Brown es licenciada en filosofía y en trabajo social. Es profesora de investigación en la Facultad de Trabajo Social de la Universidad de Houston y hace veinte años que busca las respuestas a preguntas tales como: ¿Cómo nos implicamos en nuestra vida desde una postura auténtica y con la sensación de valía personal? ¿Cómo cultivamos el coraje, la compasión y la conexión necesarios para aceptar nuestras imperfecciones y reconocer que somos suficientes tal cual somos? ¿Cómo nos afectan la vergüenza y el miedo? ¿Cómo es vivir una vida con todo el corazón?

[Las ilustraciones geniales son de illustrationbookclub.com]

Carta número tres

Querida lectora:

Hace quince días que Uma, mi perra – una Yorki de trece años – se descompensó a raíz de una pancreatitis y a partir de ese día estuve haciendo lo imposible para sacarla del cuadro en el que estaba, con las directivas de dos veterinarias genias que me ayudaron a armar una enfermería en casa. Me enseñaron a pasarle suero, inyectarle antieméticos, calcular dosis de antibióticos, protectores gástricos, vitaminas y minerales. Esta fue la razón por la que la que la carta número tres se demoró tanto. Toda mi energía – que no era mucha, porque desde que Uma se enfermó, dormí cortado – estuvo concentrada en su recuperación. Pensé, mientras los días pasaban y yo no me sentaba a escribir esta carta que les había prometido sobre mi consumo cultural de cuarentena, que esto no hubiese sido viable en la mayoría de los trabajos. Uno no puede tomarse (no digo quince) unos días porque su perro se enfermó. Y los perros merecen que uno haga todo para que recuperen su salud. Estos seres hermosos dan amor, compañía, cariño y calor todos los días. No tienen días malos ni mal humor. Agradezco haber podido seguir el impulso de hacer todo lo que estuvo a mi alcance para que Uma se vuelva a sentir bien, aunque me haya costado muchísimas horas, idas y venidas a la veterinaria y a la farmacia, cansancio, desatención sobre todo lo demás. Dejé de pensar en muchas cosas que pensaba en mi vida diaria de cuarentena. Fue como una cuarentena dentro de otra cuarentena. Un párate dentro de otro párate, y me dejó aprendizajes y reflexiones, por supuesto. Hace dos días que la salud de Uma está mejor y espero que, aunque sea de a poquito, vuelva a su vida normal. Gracias por la espera.

***

Voy a empezar la lista con Austin Kleon. ¿Lo conocen? Es probable que si. Tiene varios libros escritos y sus tapas son inconfundibles. Uno de ellos se llama Roba como un artista. Las 10 cosas que nadie te ha dicho acerca de ser creativo, y créanme es oro puro.

Austin tiene un blog y un newsletter semanal al que estoy suscripta. Se autodefine como the writer who draw. Su obra se hizo masiva cuando publicó su primer libro The Newspaper Blackout Poem, un compilado de poemas creados de la siguiente manera: en una hoja cualquiera de un diario en papel elige las palabras que le gustan, las encuadra y tacha el resto. Les dejo un ejemplo:

Y otro más:

Está rebueno para probar qué sale, ¿no? Pueden buscar algún diario viejo que tengan en su casa, o pasar por un kiosco y comprase el del día. Con un café o te en la mesa, en vez de leer la lista de malas noticias que suelen publicar, armen un poema. Hay una charla TED de él también, por si quieren saber más de su historia. 

Vete para poder volver es uno de los capítulos de otro de sus libros llamado Aprende a promocionar tu trabajo. Kleon cita a sus gurúes, en este caso al diseñador Stefan Sagmeister. “Stefan es un creyente del poder del año sabático. Cada siete años, cierra su estudio y se toma un año libre. Su teoría es que, si dedicamos unos 25 años de nuestras vidas a aprender, los 40 siguientes a trabajar y los últimos 15 a estar retirados, es mejor usar cinco de los años de retiro e intercalarlos en los años de trabajo. Sagmeister afirma que los años sabáticos se convirtieron en un recurso extremadamente valioso en su trabajo: “todo lo que hemos diseñado en los siete años que han seguido al primer sabático, hunde sus raíces en el pensamiento desarrollado durante esa interrupción”.

¿Puede que sean las ganas de tomarme un sabático? Tal vez sí. Pero, además de eso, este aporte de Kleon me llamó la atención porque esta cuarentena tuvo algo de eso. Tuvimos unos quince o veinte días con la rutina completamente interrumpida y la cabeza se limpió de la rueda constante de pensamientos y objetivos, para dejar lugar a nuevas reflexiones, pensamientos y balances, que en mi caso fueron positivos, ¿les pasó algo así?

“Como es obvio, un año sabático no es algo que puedas hacer sin preparación previa. Sagmeister explica que su primer sabático le llevó dos años de planificación y ahorro, y avisó a sus clientes con un año de antelación. La realidad es que la mayoría de nosotros no gozamos de la flexibilidad necesaria en nuestras vidas como para dejar nuestro trabajo durante un año. Afortunadamente, sin embargo, sí podemos tomarnos sabáticos prácticos: de un día, una semana o varios meses de total desconexión”.

Cada uno a su manera, porque siempre hay una forma. Y más allá del consejo de Kleon, la cuarentena nos mostró que bajar la velocidad, salirse de la maratón y esperar al costado un par de días, funciona.

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Como les conté en la Carta Número Dos, en los primeros días de la cuarentena hice un curso de respiración. El aislamiento hizo que el curso que quería hacer hacía un tiempo estuviera disponible online y dictado por Soledad Simond. Sole es periodista, directora de la revista Ohlalá y coach del Arte de Vivir desde hace más de diez años. Además, es influencer (@solesimond en IG) y una gran storyteller. Hace muchos años, cuando empezó a interesarme el mindfulness y la respiración consciente leí su primer libro Yo Respiro. En ese momento no sabía sobre su historia, ni que era periodista. Me conquistó – supongo – el título del libro. Fue mi primer acercamiento a la respiración consciente, el primer paso de un camino que llega hasta hoy y espero que siga. Empezar de Nuevo es su segundo libro. Sole cuenta su propia historia: después de una ruptura amorosa, de muchos años de noviazgo, con casa, patio y perro, la relación se termina y ella tiene que empezar de nuevo. En su libro habla sobre cómo atravesó el duelo, no solo de su compañero de vida, sino de la escenografía en la que sus días se desarrollaban: casa, barrio, mascota de él, hijo de él, rutinas, horarios, ruidos, aromas, hasta líneas de colectivo. En ese momento, todo se vuelve una razón para recordar y traer la nostalgia al centro la mente. Sole comparte todo el aprendizaje que le dejó ese viaje y es muy fácil sentirse identificado y crecer a la par suya: todos pasamos por una pérdida, un cambio, una situación límite. Me anoté al curso. Que lo dictara ella era un plus. Aprendí un montón de cosas, conecté con personas hasta el momento desconocidas a través de Zoom y me quedé con un Sudarshan Kriya para hacer en casa todos los días: una combinación de ejercicios de respiración que desinfectan la mente del hollín diario y la recargan de energía. Si les resuena esto, hagan ese curso o alguno similar, es una herramienta súper valiosa. También hicimos clases de yoga y me quedé súper enganchada. Quise aprender más y encontré en la biblioteca un libro de mi suegra: Por siempre joven, por siempre sano de Indra Devi. También, una historia de vida con muchísimo contenido valioso sobre India, el Yoga y su historia, las asanas, los beneficios para el cuerpo, la mente y el espíritu y lo más importante: cómo acoplarlo en la rutina de un occidental. Indra Devi escribió varios libros, este es uno de sus primeros y es una forma ligera de entrar en el gran mundo del Yoga y las yoguinis.

***

Y para descansar un poquito la vista, quiero contarles de dos podcasts que estuve escuchando en los días de encierro.

Unlocking us es el podcast de nuestra querídisima Brené Brown. No sé si hablarles de algún episodio en particular o dejarles solo estas dos oraciones así lo escuchan completo.

Les adelanto: uno de los episodios que más me impactó fue con la escritora Glennon Doyle. Yo no la conocía, ahora la sigo en Ig y es un hallazgo. Brené la entrevista porque hace muy poco publicó Untamed, su nuevo libro, que ya está en mi lista de pendientes. No sé si hay modo de contarles sobre este capítulo sin spoilear. Es una historia de vida muy intensa y una transformación personal increíble, tengo todo el presentimiento de que ese libro debe ser una bomba de energía de vida. Escuchar a su autora charlando con Brené me dejó esa sensación.

En otro de los episodios, Brené charla con Alicia Keys. También, historia inmensa de vida. Hace poquito salió su tercer libro y es su autobiografía. Se llama More myself, a journey. También, fue a la lista.

Por último, habló con Celeste NG, una autora de ficción que acaba de publica Little Fires Everywhere, una novela sobre la maternidad, los pros, los contras y el aprendizaje de que todos los grandes momentos de la vida te sacan algo que querías, el famoso y tan importante tradeoff. Me encantó.

Y, saliendo un poquito del desarrollo personal para pasar a la literatura Borges: una introducción es el podcast en el que Santiago Llach, escritor, poeta – y mi profe de taller literario – habla sobre Jorge Luis Borges, su vida, los temas que elige en sus poemas, los dos momentos marcados de su literatura, por dónde empezar a leerlo, qué esperar. Ya sé que pensar en leer Borges asusta muchas veces, es un autor complejo, con muchas referencias y que requiere concentración. Pero el modo en que Santiago lo aborda derrumba esa expectativa errada. Es una charla entre personas que lo leyeron muchísimo – Pedro Mairal, Beatriz Sarlo – personas que lo admiran y lo desmenuzan para los que todavía no lo desciframos. Sentí la necesidad de ir en busca de alguno de sus cuentos para meterme de lleno en su universo, que sigue siendo después de tantos años, único y novedoso.

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Además del newsletter de Kleon, recibo algunos otros. Entre esos otros ahora estoy leyendo dos con muchas ganas:

Intranquilas & venenosas: Una charla por mail entre Tamara Talesnik y Olivia Gallo, ambas escritoras argentinas, en el que hablan sobre todo lo que está pasando y cómo vamos mutando los humanos en estos días de encierro. Para suscribirse es acá.

Un newsletter mensual sobre creatividad en el que Carla Bonomini, una argentina viviendo en Berlín (minicarbono es el IG) recomienda tendencias creativas, principalmente audiovisuales. Cortos, películas, series que están recién saliditas del horno, que capaz ni sabemos que están online, pero que ya hicieron revuelo en el mundo creativo. Para recibir este refresh mensual, se anotan acá.

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Por último y no menos importante quiero dejarles cinco temas que escuché muchísimo estos días, que me acompañaron haciendo más calmo el exceso de calma que había afuera y calmando la falta de calma que tenía adentro, sobre todo, los primeros días de esta tan novedosa pandemia.

Wildflowers – Tom Petty

American Pie – Don McLean

Sweet Child O Mine – Captain Fantastic Soundtrack

Red – Mt Wolf

Gross – Phela

Dolce Far Niente – Heddwch

Little Piece of Nothing – Dave Thomas Junior

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Con la obligación de quedarnos en casa me hice fan de cosas nuevas, pero de una principalmente: los autodescubrimientos. Me refiero a esas revelaciones sobre nosotros mismos, sobre eso que nos gusta y eso que ya no – o nunca – nos gustó, lo que queremos en nuestra vida y lo que no, la caída de los velos sobre eso que estábamos tan seguras y que ya no. En mi caso particular, descubrí hábitos, me puse a prueba y encontré formas de cómo seguir una vez que esto se termine. Me encantaría que me cuenten sobre esos momentos, estoy segura de que los tuvieron.

Y lo último de lo último: ¿Hicieron alguna vez dulce casero? Prueben. Elijan cualquier fruta que haya en su heladera o en su mesada, corten en cubitos y pongan a calentar a fuego lento. Cuando ya esté blandito agregan azúcar. No sé medidas exactas, pero son dos partes de fruta y una parte de azúcar. Mezclen. Guarden en frasquito de vidrio en la heladera y estrenan mañana en el desayuno.

¡Buen finde!

Alida

Esto lo escribí cuando Uma había repuntado un poquito. A los tres días, Uma se fue al cielo de los perritos, en mis brazos dejó de respirar. Pero ella, su historia y su final merecen una publicación aparte, que seguro tomará forma en unos días. Una sola cosa: tengan perros.

Una tirada de tarot

Querida lectora:

Como te anticipé hace unos días, en estas cartas voy a contarte mis descubrimientos. Así le llamo a los libros y los autores (la música y las series) que me acompañaron (y me siguen acompañando) en esta cuarentena y con ellos las reflexiones que me tocaron la puerta.

Pero, antes que nada, voy a revelarte una técnica muy efectiva.

Tengo la costumbre de buscar ayuda en mis libros. Ayudas puntuales. A veces siento que es como tirarme el tarot. Funciona así: me paro bien enfrente de mi biblioteca, respiro profundo y miro fijo adelante de mis ojos. Camino despacito de un extremo al otro del mueble, quiebro el cuello hacia atrás para ver los que están más altos y observo cada lomo minuciosamente. De golpe, mi vista se detiene en uno de ellos. Lo saco de entre sus compañeros de estante y lo abro al azar: la primera frase que leo me trae un mensaje del más allá. Es pura magia. 

Un martes o miércoles de encierro, me paré enfrente de mi biblioteca y casi al mismo tiempo me eligieron tres. El primero fue Fluir: una psicología de la felicidad de Mihaly Csikszentmihalyi, un escritor del que me compadecí imaginándomelo deletrear su apellido. El segundo se llama Ikigai Esencial, del japonés experto en neurocienciencias Ken Mogi y el tercero Lecciones de Vida de Elisabeth Kübler Ross, una médica suiza que se mudó a Estados Unidos para doctorarse en pediatría, pero terminó siendo psiquiatra y dedicando su vida a hablar con cientos de moribundos para documentar de un modo que no se había hecho hasta el momento, cómo son esos minutos previos a morir. A primera vista, no tenían nada en común. Pero como creo que todos los libros – en verdad, todas las cosas – tienen algo que las une, me quedé con los tres arriba de la mesa y empecé a buscar el hilo conector

Lo primero que encontré es que los tres autores habían atravesado situaciones y contextos de guerra y posguerra y que – salvando las distancias que todos sabemos – las circunstancias que describían se parecían en mucho a esta situación de encierro e incertidumbre que habitamos.

Elisabeth, al ser médica, en un contexto de guerra y colapso sanitario, se enfrentaba a las peores situaciones, estaba separada de su familia, trabajaba en circunstancias excepcionales, con sanatorios abarrotados de personas enfermas y lastimadas y con el número de muertos aumentando exponencialmente. El señor del apellido difícil (por suerte Google me proveyó la pronunciación: ¡Chik-sent-mijayi!), como psicólogo, analizaba el daño causado por la guerra en la conciencia colectiva, así como las sugerencias por parte de las diferentes religiones y prácticas espirituales para que los ciudadanos mantuvieran la calma y jamás abandonaran la esperanza de que el tiempo iba a recomponer sus vidas: por ejemplo, pintar los mandalas de la religión hinduista era una forma de «lanzar al cielo» pensamientos y sentimientos armoniosos como un intento de recuperar el sentido de la vida luego del caos. (Hoy tenemos a decenas de yoguis y guías espirituales y religiosos de todo el mundo, pidiendo que mantengamos prendida la luz al final del túnel, aunque no la veamos todavía, porque es la única manera de que salgamos ilesos: que conservemos y cultivemos la calma interior, que no consumamos noticias 24/7 y que seleccionemos con cuidado los mensajes, los videos catastróficos y las teorías conspirativas que llegan a nuestros ojos, oídos y corazones). Y el especialista en neurociencias Ken Mogi proponiendo la búsqueda del Ikigai como una pieza fundamental que permitió a un Japón desvastado por causas naturales y humanas volverse una nación próspera y más equitativa. Cuanto más leía más conexiones encontraba. Cada uno desde su perspectiva me aportaba una herramienta, de la cual hacer uso para afrontar lo mejor posible este período y los cambios por venir.

Lo que hice fue seleccionar uno o dos párrafos de cada libro, algo que me haya dejado pensando y que, a lo mejor sirva (sobre todo) en este contexto. 

Vamos al primero: «Fluir – una psicología de la felicidad» tiene el nombre pero no el contenido de un libro de autoayuda. No es que no consuma autoayuda, al contrario, por eso sé que este no pertenece a ese grupo. Mihaly, vamos a llamarlo por su primer nombre, habla de la felicidad, pero desde la ciencia, partiendo desde una postura hiper realista de los comportamientos humanos y de la naturaleza que nos rodea.

Pero, ¿qué es fluir? “Sabemos que es eso que ocurre en nuestro cuerpo y nuestra mente cuando hacemos alguna actividad, en la que estamos tan involucrados, que el tiempo parece desaparecer (y con él cualquier conflicto emocional que ande dando vueltas)”. Lo que “descubrió” Mihaly es que la felicidad no es algo “que sucede”. No es el resultado de la buena suerte o el azar, no es algo que pueda comprarse con dinero o con poder, ni parece depender de los acontecimientos externos; sino de cómo los interpretamos. 

Por eso, examina el proceso de «conseguir» felicidad gracias al control de nuestra vida interna. “Todo lo que experimentamos – gozo, dolor, interés o aburrimiento – se representa en la mente como información. Si somos capaces de controlar lo que sucede en nuestra conciencia, momento a momento, podremos decidir cómo será nuestra vida”. No es que sea fácil, sobre todo en momentos de tristeza o incertidumbre, pero ser conscientes de que podemos elegir qué pensamientos sí y cuáles no queremos que estén paseando por nuestra conciencia es un avance. La clave está en la repetición, llega un momento en que ese control ocurre automáticamente. “Las personas que saben controlar su experiencia interna son capaces de determinar la calidad de sus vidas y eso es lo más cerca que podemos estar de ser felices”.

Tal vez por el momento que estábamos atravesando, otra de las partes del libro que más me llamó la atención se titula «El derroche del tiempo libre». Mihaly plantea una paradoja: «Muchas de las personas que anhelan dejar su lugar de trabajo y llegar a su casa para disponer de su duramente ganado tiempo libre, suele no tener ni idea qué hacer». Tengo una amiga que trata este tema con su psicólogo bastante seguido, como si tuviera la necesidad o la obligación de tener un hobby o de hacer algo en ese tiempo libre (disfruta tanto de su trabajo que no puede dirigir su energía psíquica en ninguna otra actividad). Mihaly dice que esto es super lógico, ya que el trabajo tiene algunas características de las actividades de flujo: tiene metas, retroalimentación, reglas y desafíos, todo lo cual hace que uno se implique, se concentre y se pierda en él. El tiempo libre, en cambio, no está estructurado, requiere de un esfuerzo mayor para convertirse en algo que pueda disfrutarse.

«La industria del ocio que ha aparecido en las últimas generaciones está diseñada para ayudarnos a llenar nuestros ratos libres con experiencias agradables. No obstante, en vez de usar nuestros recursos físicos y mentales para experimentar flujo, la mayoría de nosotros pasamos muchas horas cada semana viendo cómo famosos atletas compiten en estadios enormes. En vez de elaborar música, escuchamos los discos de platino de músicos consagrados. En vez de crear arte, vamos a admirar las pinturas que obtuvieron los precios más altos en las últimas subastas. No corremos riesgos, pero pasamos muchas horas cada día viendo películas o series con actores que fingen tener aventuras y que se comprometen, de mentira, en acciones significativas. Esta participación indirecta es capaz de enmascarar, por lo menos temporalmente, el vacío subyacente a la pérdida del tiempo. La experiencia de flujo que resulta del uso de nuestras habilidades conduce al crecimiento; la diversión pasiva no conduce a ninguna parte. Absorbe energía psíquica y nos deja más desanimados de lo que estábamos antes. Colectivamente, derrochamos cada año el equivalente de millones de años de conciencia humana«. Este tema me conectó a su vez con una de mis escritoras maestras May Groppo: en un audio sobre la autoconfianza plantea algo que todos sabemos pero que a lo mejor no nos preguntamos tan seguido: “¿No les parece un poco ridículo que tengamos carpetas en Pinterest sobre alacenas inmaculadamente rotuladas y no dediquemos tiempo a ordenar nuestra propia casa? ¿No les parece raro que nos pasemos mirando varias veces al día cuentas de Instagram de vidas perfectamente filtradas y no pasemos tanto tiempo caminando por nuestro barrio o viendo a gente que queremos?”. 

Me quedé pensando en esto que dice Mihaly sobre las películas o las series y me sentí un poco estúpida. Que nadie se meta con el cine o con la música, pero se entiende el punto. Lo que intenta el autor es hacernos conscientes de que dejemos de ser espectadores de vidas ajenas y que, en cambio, pongamos nuestras habilidades en marcha. Y si decidimos consumir pasivamente, que ese tiempo deje una huella, una reflexión. Pero, … ¿y las novelas que leemos, deberíamos escribirlas? ¿qué entra y qué no en este consumo pasivo? No sé si hace falta ir tan lejos ni a los casos concretos. Una más,… ¿y el dolce far niente?

Si saltamos de Italia a Japón, nos metemos dentro del segundo libro. Ken Mogi propone una búsqueda interior: el Ikigai. ¿Qué es el ikigai? Es la manera que los japoneses llaman a ese algo «por el que levantarnos todos los días » o «lo que da sentido a la vida» y que, a su vez, abarca un conjunto de valores, que se transmite como un mantra de generación en generación. Tiene cinco pilares: 1. Empezar con humildad 2. Renunciar al ego 3. Buscar la armonía y la sostenibilidad 4. Encontrar placer en los detalles 5. Ser consciente del momento presente.

Quien tiene un por qué vivir puede soportar casi cualquier cómo.

Friedrich Nietzsche

Ken Mogi, trae historias reales de personas comunes de Japón para explicar como se algunos de estos pilares en la relaciones, en el trabajo y en la vida en general. Hay algo que me llamó especialmente la atención. Parece que en los aeropuertos de Japón, es común ver a los manipuladores de equipaje y al personal del aeropuerto hacer una reverencia y despedirse de los aviones que despegan. Y esto tiene una razón de ser: “Dan por sentado que lo religioso influye en el contexto no religioso de la vida cotidiana. Aunque la mayoría no esté al corriente, la idea de los ocho millones de dioses que tiene el sintoísmo y el hecho de que los japoneses vean deidades en cuanto los rodea, desde los seres humanos a los animales y las plantas, de las montañas a los pequeños objetos de uso común, seguramente contribuye a que así lo entiendan. Cuando un japonés dice que cree que hay un dios en un objeto de la casa, lo que expresa es la necesidad de tratar con el debito respeto a ese objeto, no que Dios, creador de todo el universo, esté milagrosamente encapsulado en ese pequeño espacio. Las actitudes se reflejan en los actos. Alguien que cree que hay un dios dentro de un objeto enfoca la vida de manera muy diferente a quien no lo cree”.

Me gusta cuando las religiones crean sentido y conexión. La cuarentena nos dejó solos con nuestras personas más cercanas, animales, plantas y objetos. De algún modo, nos vimos la cara todos los días durante muchas más horas de lo que estábamos acostumbrados. Lejos de hacer un foco materialista de la vida, el ikigai nos enseña a apreciar de un modo distinto los objetos con los que nos relacionamos todos los días.

Y, por último, Lecciones de Vida. Es un libro particular, que puede no interesarle a todo el mundo, pero que sin dudas te deja pensando: hay una mezcla justa de realismo y misticismo. Por un lado, es un modo de hablar sobre la muerte, sus momentos previos, con testimonios de muchas personas que hicieron conscientes sus últimos días y los asumieron de diferentes maneras. Por el otro, los testimonios de las personas que tuvieron contacto con ese otro mundo que hay después y que por alguna razón, volvieron. Entre las muchas lecciones que deja, una habla del tiempo. “Nuestra vida está regida por el tiempo. Vivimos por él y en él. Y, por supuesto, morimos en él. Creemos tener el poder de ahorrar tiempo y de perderlo. No podemos comprar tiempo, y sin embargo, hablamos de gastarlo. Mientras el tiempo pasa, todo cambia. Cambiamos interiormente, cambiamos exteriormente. En verdad, nuestra vida cambia constantemente, pero no nos gusta el cambio. Incluso cuando estamos preparados para ello, solemos resistirnos […] El cambio puede ser nuestra compañía constante, pero no lo consideramos un amigo. El cambio nos asusta, porque no somos capaces de controlarlo. Los cambios que sobrevienen nos resultan incómodos, nos hacen sentir como si la vida fuese en la dirección equivocada. Pero, nos guste o no, el cambio ocurre y, como la mayoría de las cosas en la vida, no es que nos ocurra a nosotros: simplemente sucede”. 

En la vida, siempre que una puerta se cierra, otra se abre, pero los pasillos son el tormento

Ronnie Kaye

A veces, no es lo viejo o lo nuevo lo que nos acobarda: es el tiempo que transcurre entre ambos. Así es como opera el cambio, pareciera haber un patrón: comienza con una puerta que se cierra, un final, una culminación, una pérdida. Después inicia el período incómodo, una etapa de duelo en la que experimentamos la incertidumbre por lo que vendrá. Este período de desasosiego es el más duro. Pero, precisamenre cuando creemos que no podemos tolerar más, surge algo nuevo: una reestructuración, una inversión, un nuevo comienzo. Se abre una puerta. Si te resistís al cambio, vas a estar resistiéndote toda la vida. Esa es la razón la que necesitamos encontrar la manera de darle la bienvenida o al menos, aceptarlo. 

Y esto, inevitablemente me llevó a una reflexión que publicó en Instagram otra de mis escritoras gurúes Elizabeth Gilbert: “No hay ninguna especie en este planeta que sufra más ansiedad frente al cambio que los seres humanos. Nos aterroriza la incertidumbre y sufrimos constantemente el miedo al cambio y a, su vez, no hay otra especie en el mundo que tenga la capacidad de adaptarse más al cambio, que los seres humanos. Es una paradoja fascinante y se ve a lo largo de todo el mundo en estos días. El shock y el terror continúan, pero hubo una adaptación rapídisima por parte de la gente a esta nueva realidad que nos toca vivir. Si hubiesemos pensado hace un mes atrás que las personas tenían que estar a un metro de distancia en las grandes ciudades, nos hubiese parecido imposible. Piensen en las situaciones de la vida en las que fueron capaces de adaptarse, a pesar del terror que les causaba la sola idea de que ocurriesen. Eso que no querían que pasara, pasó, y el cambio ocurrió dentro suyo”. 

No paré de sorprenderme al ver cómo cada nuevo capítulo que leía me llevaba al momento presente, me daba una herramienta nueva, me hacía pensar que todo está conectado. Entréguense a la magia y vean qué tiene alguno de sus libros para contarles hoy. Parense enfrente de su biblioteca. No necesitan nuevos libros. Por ahora.

Un abrazo,

Alida

[La ilustración genial es de @adamjk ya voy a encontrarme con una ilustradora que quiera ilustrar estas cartas]

¡Volvieron las cartas!

Da lo que tienes. Para algunos, eso puede ser mucho más de lo que tú puedas creer

Henry Wadsworth Longfellow

Querida lectora:

¿Hay algo más peligroso para los fanáticos de la lectura que la obligación de estar encerrados en su casa y con más tiempo libre que de costumbre? Nada podría habernos liberado tanto de la culpa de pasarnos horas y horas (o días) saltando de un libro a otro.

Está demás decir que durante estos ya más de cuarenta días me asusté, sufrí ansiedad, me angustié, pasé algunos días haciendo nada y pasando del sillón a la cama y otros en los que fui archi hiper productiva: hice tortas de todo tipo, ordené placares, armarios y cajones y limpié lugares de mi casa que ni sabía que existían. Enduí y pinté dos paredes que tenían humedad, hice gimnasia por Youtube, dibujé, toqué el saxofón, me anoté a un curso de alemán, empecé una práctica de yoga y pranayama (que milagrosamente sigo al día de hoy), hice un seminario de periodismo narrativo, le corté el pelo a mi novio y a mi perra y anduve en medias días enteros (Y lo mejor: ¡fui tía!). Pero, por sobre todo eso y más que ninguna otra cosa, leí. Salté de un libro a otro, de ficción a no ficción, de técnicas de creatividad a biografías y de herramientas de storytelling a prácticas sagradas de comunidades ancestrales.

Unas cuantas personas me preguntaron qué estaba leyendo y no fue fácil compartir la realidad: llegué a tener siete libros abiertos entre formato papel, digital y audiolibro. Más algunos podcasts súper valiosos, nuevas bandas de música y alguna que otra serie. Nada me ayudó más en este encierro que la cultura y el arte: no nos olvidemos nunca más de su importancia, por favor. Y para no hacerlo más largo, esta intro es para contarles que a partir de esos pedidos, me propuse compartir mis lecturas (y algunas otras cositas que me llenaron el alma estos días) a través de estas cartas, porque como dice Henry Wadsworth Longfellow en la frase que dejé al comienzo – y que leí en un libro de Austin Kleon – : «Da lo que tienes. Para algunos puede ser mucho más de lo que tú puedas creer». Y esto es lo que yo tengo.

Cada semana iré compartiendo mis descubrimientos. No son recomendaciones, yo no les recomiendo que lean, escuchen o miren lo mismo que yo porque cada proceso es único. Solo les comparto lo que me asombra y me convoca a seguir buscando, porque tal vez alguna esté necesitándolo. Cada una sabrá lo que le resuena y por dónde tiene que seguir. Y como las cartas pretenden empezar una conversación por escrito, estaré esperando las suyas.

Con entusiasmo,

Alida

Si, dale, llorá

Hace unos días, una amiga súper sabia me explicó por qué está bien llorar. Hoy me topé con esta ilustración hermosa de @rosi.illustration y me quedé pensando, ¿por qué será que llorar tiene tanta mala prensa?

Me dijo: «Como toooda emoción, la tristeza y en este caso puntual, el llanto, no es ni positivo ni negativo, simplemete es algo que nos permite adaptarnos». ¿Adaptarnos? Sí. Así como el enojo, es una emoción que aparece por un desequilibrio y tenemos que exteriorizarlo de algún modo para poder volver a sentirnos equilibrados. Como en los vasos comunicantes, pensé, si entra más líquido por un lado, sale ese excedente por el otro. «Por eso, solemos hablar de descarga cuando lloramos o nos enojamos – siguió – esa descarga es valiosa porque nos equilibra, algunas veces más rápido que otras, pero lo permite».

Cuando dice que llorar no es ni positivo ni negativo, significa que simplemete ES y que somos nosotros los que sumamos esa cuota de negatividad cuando vemos a alguien llorando y le decimos: «oh, no llores» y, en realidad, la reacción debería ser «si, dale, llorá» y hacé lo que te haga falta para volver a poner tu sistema en marcha. La patología, me explicó, aparece cuando una persona no llora ni se enoja jamás o en el otro extremo, cuando alguien está todo el día llorando o insultando a todo el mundo, durante meses o años; pero eso no es lo mismo que tener una que otra crisis.

Hace muy poquito terminé un libro que se llama Dejar ir del Dr. David Hawkins. En él, su autor, que es Dr. en Medicina y Filosofía, hace lo que llama la «anatomía de las emociones» con las que los humanos lidiamos habitualmente y habla de un método para aprender a identificarlas y dejarlas ir: es decir, conocerlas, pero nada de amistades. Las emociones son, de menor a mayor teniendo en cuenta su vibración energética: vergüenza, culpa, apatía, sufrimiento, miedo, deseo, ira, orgullo, coraje, voluntad, aceptación, razón, amor, alegría y paz.

En el capítulo del sufrimiento habla del llanto: «Al enfrentar el sufrimiento, a veces, tenemos que reconocer y dejar de lado la vergüenza y lo embarazoso de tener, en primer lugar, la sensación. Tenemos que abandonar nuestro miedo a la sensación y el miedo a sentirnos desbordados y abrumados por ella». Dice que la mayoría de nosotros llevamos adentro una cantidad de dolor reprimido. Y que, si en lugar de suprimir ese sentimiento, le permitimos que salga y luego renunciar a el una vez que salió, rápidamente podremos pasar del sufrimiento a la aceptación: «Si no nos resistimos a la sensación de sufrir y nos entregamos totalmente a ella, se agotará en unos 10-20 minutos, y luego se detendrá durante una variable de períodos de tiempo. Si seguimos entregándola cada vez que salga, entonces con el tiempo se acabará. Si resistimos el dolor, seguirá y seguirá. El dolor reprimido puede continuar durante años». Es lo mismo que me decía mi amiga, lloramos y volvemos al eje.

Cuando habla de aceptación, la distingue de la resignación. En la resignación hay rastros de la emoción dejada: «No me gusta, pero tengo que aguantar». En la aceptación, en cambio, hay serenidad. Con la aceptación, la lucha terminó. Las energías que ataban a la emoción ahora están liberadas, por lo que los aspectos saludables de la personalidad se reactivan. De nuevo, equilibro, eje, reactivación, puesta en marcha.

¿Cómo hubiera sido si desde el inicio se entendería que llorar es una necesidad fisiológica? Sin connotaciones negativas, ni positivas, como algo natural y punto. ¿Habría personas llorando y caminando por la calle, sin taparse ni esconderse, así como comiéndose un sandwich? Me suena bastante a libertad.

Sin querer pecar de simplista, me parece importante que nos preguntemos cuántas veces encasillamos nuestras emociones como positivas o negativas, sin siquiera preguntarnos por qué (¡sobre todo en este caso, habiendo comprobado un montón de veces que después de llorar nos sentimos mejor!) y hagamos el esfuerzo de sacarle la cuota trágica al llanto para que no resulte tan pesado: sacaríamos del carro a la culpa o a la vergüenza que, por ejemplo, puede generarnos antes o después.

Podría seguir y seguir citando este libro y cada una de las emociones que nombra y es probable que lo siga haciendo en próximas publicaciones. Pero, por ahora freno acá y espero que nos deje pensando para que la próxima vez que veamos a alguien llorar le digamos que siga, que en minutos más, minutos menos, cuando el agua que sobra salga, estará lista para seguir el viaje.

El libro se llama Dejar Ir: el camino de la entrega (David R. Hawkins), la ilustración es de @rosi.illustration y mi amiga psicológa y sabia es @cecifilippi.-

Ordenar es mágico

Marie Kondo es una japonesa que se convirtió en fenómeno global cuando dio a conocer el ‘método KonMari’ a través de su libro La magia del orden. Fue a principios de este año, cuando Netflix publicó el reality show ¡A ordenar con Marie Kondo! cuando el orden metódico, no solo de placares, sino de los diferentes espacios de la casa, se convirtió en un boom: se agotaron los cestos, separadores y organizadores de armarios y conceptos como “disciplinar el caos”, “categorizar” y “despojarse” se volvieron parte de la conversación diaria de los argentinos. Sin embargo, el arte de ordenar y categorizar tiene varios años encima y dio lugar a un oficio: el de organizador profesional. ¿En qué momento el desorden atraviesa el umbral necesario para abrirle las puertas del placard a un extraño?

Abriendo puertas

Julieta Gironacci Herrera (o su alter ego Julieta Dominga) es editora de armarios y organizadora de espacios y lleva varios años metiéndose en placares ajenos: “Empecé con mis amigas y después el boca en boca me abrió las puertas de muchas casas. Hice tantos placares gratis… – dice mientras recuerda sus comienzos – y un poco más adelante, lo que me legitimó fue el hecho de tener un micro en Inspirarte TV. Ya no era cualquier persona la que entraba en tu casa, sino que era ‘la chica de la tele’. También cuando salió la serie de Marie Kondo, me hicieron una nota para el diario La Capital y tuve dos mil seguidores nuevos en un día. Pero más allá de todo eso, que por supuesto ayuda, es la calidad de mi trabajo y el vínculo cercano que busco tener con cada persona lo que para mí hace que me abra las puertas de su casa”.

En otros países del mundo, como Estados Unidos y España, los organizadores profesionales formaron asociaciones en las que dictan cursos para perfeccionar sus técnicas y persiguen activamente el reconocimiento de la profesión. En Argentina, la formación sigue siendo autodidacta y algunas, porque en su mayoría son mujeres, se animaron a hacer de esta capacidad innata para el orden y la organización, su principal ocupación. Julieta Dominga empezó allá por el 2012. “Fue un camino durísimo. Primero, que la sociedad rosarina entienda cuál era el servicio, después hacerme conocer, porque todo muy lindo, pero estas mostrándole tu intimidad y tus miserias a una extraña. Hace poquito empecé a dar talleres que están buenísimos, sobre todo para quienes no pueden pagar los servicios. Lo que busco en los talleres es motivar a la gente a que corra la mirada de que el orden y la organización es solo para gente obsesiva, así como ir a la playa en bikini es solo para gente con cuerpo perfecto”.

Orden vs organización

Muchos de nosotros podemos considerarnos personas ordenadas, sin embargo, organizar es otra cosa y solo viviendo la experiencia de un profesional haciendo su trabajo podemos entender la diferencia: “Uno puede tener las cosas perfectamente ordenadas, pero si no están en el lugar adecuado, la organización se rompe. Por ejemplo, si en tu placard tenes a mano las toallas y arriba de todo tenes las carteras que usas todos los días, no hay organización. La ropa interior va en el primer cajón y lo más adelante posible, porque es lo primero que te pones. Vestirte no te puede llevar más de diez minutos”, explica Julieta Dominga.

La psicología del orden

María Cecilia Filippi es licenciada en Psicología (Mat. 6861) y en sus experiencias de orden y organización de espacios combina ambos saberes para entender al que está del otro lado: “Me gusta conversar con mis clientes antes de empezar a trabajar y preguntarles cómo es su día a día, la rutina, cuántos integrantes son y cómo se sienten con su casa. Todo eso me permite hacer un diagnóstico y armar un plan que se adapte a lo que cada cliente necesita. Por supuesto que el objetivo es darle ideas de cómo organizar su casa, pero siempre respetando las decisiones de cada uno”. 

Las emociones dicen presente en el antes y el después del orden de cualquier espacio de la casa. Y muchas veces, el desorden, la acumulación y la dificultad para desprenderse de algunos objetos tiene también un trasfondo psicológico. De todo esto se encarga María Cecilia Filippi, mientras organiza, ordena y descarta: “Puede haber razones muy profundas y arraigadas por las cuales una persona es organizada o no. Desde tristeza hasta estados de enamoramiento. Por eso es clave conocer el momento vital de cada persona cuando vemos su placard. Es decir, podemos tener épocas en que somos más organizados y otras que no tanto. Pero la clave es encontrar lo que le funcione a cada uno. Si bien hay parámetros para organizar, creo que es un error caer en una formula. Ayudar a la persona a que la organización se adapte a sus propias necesidades diarias, tal como una terapia. Yo no puedo adaptar a mi paciente a mi teoría, tengo que conocerlo y analizar en mi repertorio de teorías cuál de todas lo va a ayudar más”. 

¿Por qué nos cuesta tanto soltar? 

Hasta ahora vamos bien. Entendemos que el orden y la organización traen beneficios reales, pero también ocurre, que a veces es muy difícil dejar ir algunos objetos de nuestras vidas. Por diferentes razones, como la historia personal o el contexto, las cosas materiales toman tanta relevancia en la vida de las personas, que la sola idea de no tenerlos más asusta. Lo que ocurre es que no queremos olvidar el pasado. Muchas veces, los objetos toman un gran significado que terminan convirtiéndose en objetos desbordados de emoción. Es decir, puede ser mucho más práctico ponerme triste al tocar el alhajero de mi abuela. Eso no está mal, es común. Lo que si es desbordante es tener decenas de objetos, que a su vez generen cientos de emociones y terminen tomando el control de nuestras vidas”, dice María Cecilia Filippi. Por eso, al momento de despojarse, las excusas son muchas. “Por lo general tiene que ver con el miedo al futuro, ‘¿y si lo quiero usar y no lo tengo?’. Lo que pienso es que, si a pesar de no usar la prenda por una o más temporadas, es una prenda única, difícil de adquirir y está en buen estado, puede quedarse. Pero si estamos hablando de ropa que no se usa hace más de dos temporadas, o hace falta bajar tres kilos para poder usarla y está guardada hace cuatro años, adiós”. Hay una mezcla de esperanza y procrastinación en esa historia, de la que todos fuimos parte alguna vez, de reservar por las dudas una prenda que queda chica. “Mi respuesta es que cuando baje los tres kilos se haga un mimo y compre uno nuevo, porque de verdad no va a querer usar el viejo, ya es otra persona”, afirma Filippi.

Julieta Dominga recomienda ‘La seguridad de los objetos’, una película muy movilizante para entender de qué va esto de retener ciertas cosas: “Uno genera una relación con lo objetos que da seguridad, también es una forma de tener cerca a esa persona que ya no está más y en realidad, después te das cuenta de que lo más valioso que tuviste con esa persona que se fue, es el tiempo y la alegría compartidos”. Otra de las respuestas de sus clientas al momento de achicar el número de prendas, es el sentimiento de lástima porque se trata de un regalo o tiene un origen especial: “La lastima es un sentimiento tan espantoso, es lastima que estás sintiendo por vos mismo. Yo lamento que esa persona no te conozca y te haya regalado un tapado naranja y no negro. Te dio felicidad su gesto, se lo agradeciste en ese momento, fin. Y aprovecharlo para ayudar, donar, siempre hay alguien que va a serle útil o que le va a gustar eso que a vos no”, agrega Julieta Dominga.

Sin embargo y más allá de estas dificultades, enfrentarse a estos movimientos de energía emocional vale la pena. “Durante el trabajo y ni hablar al final, cuando ven que todo está ordenado y organizado, las clientas se sienten maravilladas. Pero lo que más me gusta, es que pasan los días y me cuentan que ahora sí pueden ver lo que tienen y, en consecuencia, aprovechan todo mucho más: esa fuente hermosa que estaba llena de tierra porque era la fuente para los invitados que nunca invitaron porque su casa era un caos, ahora queda divina en la cena de cada noche. La idea de la organización es también dejar de lado que lo lindo no se usa o se guarda para una ocasión especial, ¡ese día especial es hoy!”, opina María Cecilia Filippi. 

Y aunque con todos estos resultados ya parezca un montón, hay más: organizar espacios genera consecuencias más allá del orden mismo. “Energéticamente, la sensación que queda después de ordenar es que por fin no elegís más vivir mal. Una vez que tenes tu casa en orden pasas a otros asuntos de tu vida en los que hace falta limpiar y hacer orden, como los vínculos, cuáles nos hacen bien y cuáles no”, agrega Julieta Dominga.

Consumir menos y mejor 

Definitivamente, una de las claves tiene que ver con cambiar el inicio de esta cadena y empezar a consumir conscientemente. “Tener nuestras cosas organizadas y ordenadas nos permite ver qué tenemos en exceso y qué realmente nos hace falta. ¡Si cambiamos el chip y tenemos nuestro placard organizado, no hay dudas que el chip del consumo también va a cambiar!”, asegura María Cecilia Filippi. “Trato de fomentar el consumo responsable, porque no hace falta tener siete pares de botas negras, es innecesario, es obsceno, y tampoco podés endeudarte por un par de zapatos. Me desespera que la gente gaste su tiempo en ganar dinero para comprar cosas que no necesita. Hoy lo puedo decir después de hacer mucho trabajo profesional y personal y quiero transmitirlo de esa manera, porque es un camino posible. Empezas ordenando tu casa y lo demás se ordena solo”, finaliza Julieta Dominga. –

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[Por cualquier consulta sobre orden y organización de espacios 

pueden contactarlas a ambas por redes sociales]

Instagram: @julietadominga y @cecifilippi

Facebook: Julieta Dominga y María Cecilia Filippi

Cómo es que pasa el tiempo

23.50 hs. Estoy arriba de un avión que va de Río de Janeiro a Rosario. Faltan dos horas para llegar. La abuela está internada hace dos días y quiero verla. 

No estoy triste. No creo que se muera. Lo que se llama intuición me dice que todavía no es la hora, que es terca y que va a darle batalla. Tal vez sea eso lo que anula mi tristeza, o que estos días cuando hablé con mamá por teléfono, la escuché bien. Me dijo que estaba tranquila, que la abuela es grande y que las personas no son eternas. Y a lo mejor lo dice porque en el fondo ella cree lo mismo que yo, o porque quiere mostrarse fuerte o porque está sedada por las drogas que salen a dar vueltas por el cerebro cuando estamos en una situación límite. 

Una mujer camina por el pasillo con su bebito llorando. Lo escucho a pesar de Drexler sonando en mis auriculares. El bebito tiene ojos grandes y me mira fijo y sonríe y pienso en la abuela y en el ciclo de la vida. El avión empieza a moverse y ahora es a mí a quien se le activan las drogas cerebrales. Hace unos días mi papá me explicó que un avión no se cae por una turbulencia. Se mueve sí, y a veces mucho, pero no se cae: «Ponete el cinturón y olvidate», me dijo. Creí que después de esa explicación iba a manejarlo mejor, pero no.

00.20 hs. Estoy en pleno ataque de ansiedad. Hace más de diez minutos que el avión se mueve sin parar para arriba y para abajo. Por momentos es como un golpe, como si agarrara un pozo en el aire. Miro alrededor y no soy la única asustada. La mujer pasea al bebe por el pasillo e intenta calmarlo mientras la azafata, que se sostiene de las butacas, le pide que por favor se siente porque estamos atravesando una zona de turbulencia. Se sienta y el bebito empieza a gritar. Lo entiendo. Yo quiero hacer lo mismo.

“Hay que aguantar hasta que pase, así funciona la vida”, me dice Seba mientras le aprieto la mano con mi mano transpirada. No sé si se refiere a la turbulencia o a la abuela. «Qué terrible debe ser un tsunami», le digo. “Te avisa. Primero hay un viento terrible y eso te da tiempo a rajar”. Acá arriba por más que me avise no puedo rajar. Cierro los ojos y pido en silencio que pase rápido que pase rápido que pase rápido, hasta que ¡titín!, la señal de cinturones se apaga. De a poco vuelvo a respirar normal y retomo el texto.

Mis finales de viaje suelen ser bajoneros. Pero esta vuelta, mientras iba en el Uber camino al aeropuerto, pensé en lo que me esperaba en casa. Y a pesar del trabajo acumulado, de volver a la rutina y al frío, tengo mucho que escribir. Si, es raro. Pero este mes tengo dos entregas y eso me entusiasma. Es que para mí, escribir es vital. Me saca de los lugares tristes, monótonos, flojos. ¿Qué será vital para la abuela?, tal vez eso la ayudaría a seguir. La azafata me interrumpe para que enderece el asiento, nos preparamos para aterrizar.

2.10 El avión está carreteando, el aterrizaje fue suave y la gente aplaudió: ya estamos en tierra. No hay manga en el aeropuerto así que bajamos por las escaleras y el viento frío nos golpea en la cara. El bebe que lloraba sigue llorando, esta vez porque «tiene sueño y está chinchudo», me dice el papá. Lo entiendo. Yo también tengo sueño y estoy chinchuda. Quiero llegar a mi casa.

2.50 Me acuesto. Seteo el despertador, voy a dormir cuatro horas.

7.00 Suena el despertador y lo pospongo, pero no me duermo. Pienso en la abuela: si no hay noticia, es buena noticia. Suena de vuelta. Me levanto y voy a ducharme.

7.20 Salgo de la ducha y tengo un mensaje de mamá. No sé si quiero leerlo pero lo abro igual: dice que la abuela se está apagando. Que tiene el pulso muy bajo, que puede pasar en cualquier momento. Me visto rápido y salgo con el pelo todavía mojado. Quiero abrazarla antes de que su cuerpo se convierta en piel y huesos.

8.50 Llego a la clínica. La habitación es chica y está oscura, tiene dos camas y una mesa, el televisor está apagado y la persiana baja. Abrazo a mi mamá y a mi tía, llevan dos días sin dormir. La abuela respira pausado y está un poco ida. Le digo que estos días la extrañé, que Río estuvo hermoso y le pregunto si se acuerda de la última vez que fuimos juntas a la playa. Yo me re acuerdo, fue muy divertido. Ella tenía una malla entera negra con un volado y fue feliz como una nena esperando que rompan las olas. No hace señas ni emite sonido, pero para mí me escucha. Me siento en la cama de al lado y sigo con el texto.

Tengo muchos recuerdos con ella. Viajo en el tiempo y aparece ese día de verano que desperté con otitis y mamá me puso unas gotas y se fue al club con mis hermanos. Yo me quede con la abuela y cuando nos levantamos de la siesta, le pedí que me enseñara la hora. Hacía mucho calor y el ventilador no daba a basto. Yo necesitaba ver el reloj y entenderlo, quería aprender el paso del tiempo y en pocos minutos me lo explicó, simple y conciso. Lo aprendí enseguida. También me enseñó a bordar, a tejer al crochet, a coser botones, a jugar a las cartas, a rezar el rosario y a creer en San Expedito.

La veo con los ruleros puestos y el delantal de cocina atado a la cintura mientras fríe las papas más ricas del mundo. La veo ofreciéndome mate, te, café, agua, gaseosa, un alfajor que tiene guardado para mi. La veo concentrada repartiendo las cartas para jugar al chinchón. La veo sentada en la punta de la mesa hace menos de un mes, diciendo que ya le queda poco y nosotros que no, que hay abuela para rato.

11.00 hs. Ahora está sedada, resolviendo si sigue acá o cambia de mundo. Y yo, en la cama de al lado, pierdo las esperanzas y empiezo extrañar su alegría y quiero olvidarme de la hora, de los días, de los años y del tiempo, de cómo pasa y cómo pasó tan rápido y cómo va a seguir pasando. Ahora sí estoy triste. Y el bebito del avión, ¿qué haría en este momento?.

[La abuela ya no está pero su timbre de voz está intacto en mi memoria. Este texto es para ella y aunque no diga nada, para mi me escucha]

Leila Guerriero: «Uno tiene que escribir sobre lo que le interesa»

En 1992 dejó un cuento corto en la recepción del diario Pagina/12. El director, que en ese entonces era el periodista Jorge Lanata, lo leyó, lo publicó y le ofreció un trabajo como redactora. El primer día le encargaron una investigación sobre el caos de tránsito en la ciudad de Buenos Aires. Salió a la calle con el grabador y una lista de personas para entrevistar. Cuando entregó la nota la felicitaron. Leila Guerriero se había preparado para ese momento, tenía en su haber toneladas de horas de literatura, de periodismo, de poesía y de historietas. Hoy, veintiséis años después, es la madre de una obra deliciosa, porque – como dijo el novelista español Benjamín Prado – sus reportajes no se leen, se devoran.

El método

Muchos hablan de su método, pero ella dice que hace lo que todo el mundo y lo resume en tres pasos: reportear a fondo, seleccionar el material y escribir. No le gusta estar en primer plano más o menos nunca, dice. Y cuando entrevista, la meta es pasar desapercibida: para que solo se escuche la voz del que será el personaje de su historia. Pregunta y deja que el otro cuente y se explaye, todo el tiempo que sea necesario. El efecto de invisibilidad se consigue con la permanencia, dice. Mientras, observa y anota.

Las palabras son su materia prima y algunas le gustan más que otras. Experiencia dice, es una palabra horrible. Y elige la palabra vocación para referirse al periodismo. La pulsión la conduce a escribir historias verdaderas, con personajes reales. Es dueña de una gran curiosidad y se deja llevar por ese interés para elegir el qué. Cuando algo la atrapa, aprende todo lo que hay que saber sobre el tema y recorta la realidad con un ojo adiestrado que revela esa parte de la historia que solo ella, y nadie más, ve. En esa perspectiva novedosa encuentra el verdadero periodismo.

La obra, a grandes rasgos

Mientras trabajaba en la redacción del diario La Nación, llegó a sus manos una noticia que le hizo eco: era la historia de doce jóvenes suicidas. Viajó a Las Heras, en la provincia de Santa Cruz, y dialogó con familiares y vecinos de esas personas que, por una razón o varias, decidieron terminar con su vida entre marzo de 1997 y diciembre de 1999. Se encontró con la muerte, el dolor y el aislamiento de un pueblo patagónico y narró con estilo y exactitud, sostenida en una pregunta que Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2005) no responde ni intenta responder, pero que unió una a una las historias: ¿por qué se mataron estas personas?

En Plano Americano (Anagrama, 2018) publicó veintiséis perfiles de personajes entrañables de la cultura, como fotógrafos, escritores, artistas plásticos, guionistas, etc. Entró en la vida de Nicanor Parra, Idea Vilariño, Marta Minujin, Ricardo Piglia, Rodolfo Fogwill, Roberto Arlt, Lucrecia Martel y Sara Facio, entre otros y retrató mediante la observación minuciosa de detalles aparentemente insignificantes, el universo de estos creadores. Es una obra maestra de periodismo cultural que demuestra – en palabras de Mario Vargas Llosa – “que el periodismo puede ser también una de las bellas artes (…) sin renunciar a su obligación principal que es informar”.

Su obra incluye otros títulos como Frutos extraños (Aguilar, 2012) crónicas reunidas entre 2001 y 2008, Una historia sencilla (Anagrama, 2013) sobre el Festival Nacional de Malambo en Laborde y Zona de Obras (Anagrama, 2014) que reúne columnas, conferencias y ensayos. Sus textos son publicados en diferentes diarios y revistas de Argentina y Latinoamérica como La Nación, Rolling Stone, El Malpensante, SoHo, Gatopardo, Paula y El Mercurio. Tiene, además, una columna semanal de opinión en El País de España y es editora para América Latina de la revista mexicana Gatopardo. Sí, Leila Guerriero también es editora y disfruta mucho de ese otro oficio. Pero el periodismo escrito está por encima de todas las cosas, dice. Y esa es una buena noticia. A menos de una semana de su visita a la ciudad, Leila Guerriero dialogó con Clapps! sobre su triple oficio de periodista, escritora y editora, de su relación con los lectores y del periodismo actual.

Además de romper con el mito de que solo es periodista aquel que estudia periodismo, elegiste escribir un género que requiere de tiempo de reporteo y dedicación quebrando también el mito de la urgencia periodística, ¿determinaste que así sería o se fue dando solo?

Cuando empecé a hacer esto no le había puesto un nombre, yo hacía periodismo, artículos, notas, etc. Con los años se empezó a hablar de la crónica como tal y a llamar cronistas a algunos periodistas. Yo me sigo llamando periodista. Lo que hice y hago es lo único que sé hacer dentro del periodismo. No sirvo para hacer periodismo de noticias, soy lenta, me toma mucho tiempo escribir, tener un punto de vista, entender qué es lo que quiero decir. No fue en ningún momento un desafío o una imposición a mí misma, ni para demostrar al mundo nada. Fue una mezcla de algunas imposibilidades, como no poder trabajar rápido, no poder trabajar con la noticia caliente, con la investigación pura y dura, sino trabajar en este género que es un poco anfibio.

¿Para escribir bien hay que escribir mucho o vivir mucho?

Yo no creo que se pueda escribir mucho sin vivir mucho. Esto no quiere decir que haya que vivir de una manera extrema y terminar tirado en una alcantarilla (risas), hay gente que lo hace y escribe cosas magníficas. Pero sí creo que no se puede escribir sin salir a la calle y estoy hablando de la no ficción. Un escritor de no ficción no puede escribir en una torre de cristal, solo y aislado del mundo. Hay que nutrirse, hay que saber qué pasa, hay que participar de la conversación, por llamarlo de alguna forma. Me parece que uno aislado no tiene muchas maneras de hacer eso. Luego, cada uno verá lo que significa salir al mundo. Para algunos es salir a cenar e ir al cine y para otros es que el fin de semana empieza el jueves y termina el miércoles, y está bien en los dos casos.

Hace poco leí que sos una gran lectora de poesía y es un género poco explorado por muchos periodistas. Los escritores de ficción, en cambio, suelen recurrir a la poesía para avivar la imaginación, ¿crees que la poesía se traslada a tus textos o lees solo por placer?

GCreo que uno no puede leer y decir esto me va a preparar para escribir, pero a veces sí uno lee con cierta intención de ver recursos. A mí la poesía siempre me resultó emocionante, inspiradora. Me da ganas de escribir. Es fantástica para alguien que escribe. También me enseña economía de recursos y despierta mi imaginación. Además, la música de los textos que escribo es muy importante y la poesía enseña mucho acerca de eso. Creo que esa música, esa métrica del texto viene de la poesía. Pero siempre leí poesía, de chica también, cuando no era periodista leía los clásicos españoles como García Lorca, Machado y antes Góngora, Quevedo, la poesía de los místicos, Santa Teresa, San Juan de la Cruz. Siempre tuve mucho interés por la métrica, hay algo que me resulta tremendamente inspirador en esa música.

Dicen que el escritor lee con ojo crítico, subrayando los recursos que llaman su atención, ¿en tu caso es así?

Puede ser que haya algo de eso, pero cuando estoy leyendo por puro placer no estoy leyendo como alguien que escribe o como alguien que edita. Sí sé, que cuando veo problemas en los textos, probablemente tenga menos tolerancia que la que puede tener un lector no demasiado entrenado. Me cuestan mucho los problemas narrativos de los textos, los personajes o personas mal presentadas o los saltos abruptos e inexplicables en el tiempo. Pero, en general, creo que me dejo ir bastante en la lectura; ahora que pienso, quizás leo mucho más atenta cuando leo no ficción, que cuando leo ficción. Pero, seguramente, todo lo que uno lee a esta altura va a parar a algún sitio de nutrición o de espanto (risas). Cuando leo, pretendo meterme en el mundo que me propone el autor y no pensar en otra cosa.

Cuando definís la lógica de un texto o buscas el hilo narrativo que une a un párrafo con otro, ese modelado que haces ¿es cien por ciento método o hay también intuición?


Creo que es un mix de todo. Uno sabe cuál es el método y cómo funciona uno, pero creo que en ese método hay experiencia, porque uno lleva muchos años escribiendo y sabe qué tiene que hacer en determinadas situaciones narrativas. Pero esa experiencia está también creada por la intuición y por una inspiración siempre muy trabajada. Uno no trabaja confiando que en un momento va a bajar la musa. Uno trabaja para que eso suceda. Entonces sí, es una mezcla de varias cosas. No hay nada que sea tan racional y nada tampoco que sea arrojarse a la piscina de la intuición y la inspiración sin ningún plan. Todo se conjuga. Pero hay cosas concretas que uno sabe que no funcionan. Por ejemplo, sé que no puedo escribir un texto largo si ese día en el que me siento a escribir tengo una cita a las tres de la tarde. Sé que para escribir tengo que tener un tiempo libre y no tener interrupciones.

¿Cómo manejas la responsabilidad de saber que lo que estás escribiendo puede herir u ofender a alguien o dañar su prestigio?

Como paso mucho tiempo junto a la gente que entrevisto, se puede generar una situación en la que me entere de cosas muy hondas y muy íntimas. Pero en general, cuando eso pasa cuento con la anuencia de la persona que estoy entrevistando. Yo escribo tranquila. Tengo como una seguridad de que, si alguien me ha confiado su historia y yo he estado ahí para escucharla, voy a tratar de ser lo más honesta y equilibrada que pueda. Seguramente hay momentos en los que toca hablar de cosas más duras y uno no puede ser complaciente, ni hablar si estás haciendo un perfil o una crónica sobre una situación horrible y conflictiva o protagonizada por un ser siniestro. Pero no estoy pensando en qué pensará el entrevistado. Tengo sentido común también. Si me doy cuenta de que alguien dijo algo en un contexto y si yo lo escribo fuera de contexto lo puede perjudicar, aplico el sentido común. Soy una persona además de ser periodista. La herida al otro por la herida misma trato de no practicarla, si pongo algo que no sea tan agradable es para reflejar alguna faceta de ese carácter. No he tenido malas experiencias en ese sentido.

¿Hay temas relacionados con la coyuntura del país o de Latinoamérica que te parezca que no podés dejar de tratar? ¿o si están fuera de tu interés te mantenes al margen?

Me parece que uno tiene que escribir sobre lo que le interesa. Para hacer crónicas o reportajes no siento una responsabilidad de tocar ciertos temas, voy llevada por el hilo de la curiosidad y de los temas que me resuenan. Pero sí, me pasa esto que vos decís, en las columnas. Siento una responsabilidad. Por ejemplo, cuando han pasado cosas en Latinoamérica, temas que tienen que ver con inmigración, mujeres, género, vulnerabilidad de los niños y los viejos, la corrupción de los gobiernos latinoamericanos, etc. Incluso desde el punto de vista cultural, el fallecimiento de alguien que considero valioso, la publicación de algún libro que realmente vale mucho la pena mencionar y que trasciende la cuestión local. En esos casos he buscado el espacio para replicarlo.

¿Qué lugar ocupa la edición en tu vida con respecto a la escritura? ¿Sos más escritora que editora?

Para mí la edición es importante. Me gusta mucho editar y es un oficio impensado. Nunca pensé en dedicarme a la edición, hasta que un editor mexicano me dijo: “Tu puedes editar” y empecé a hacerlo. Entonces imaginé y apliqué un método. Y me costaría mucho dejar de editar. Aprendí muchas cosas. Cuando uno edita a otro y le pide determinadas cosas y que no haga otras y sugiere esto y lo otro y pide explicaciones de por qué esto está acá y no allá, no puede después tener con uno mismo la vara más baja. Ya forma parte de mí y me siento editora, pero el periodismo escrito está por encima de todas las cosas.

¿Cómo es tu relación con tus lectores? ¿Buscas el feedback?

No estoy muy pendiente y trato de salir un poco de la superstición de si les gustó o no, porque es inevitable que haya cosas que a la gente le guste más o le guste menos. Por supuesto que me gusta que las cosas que escribo se lean, que generen una conversación. El encuentro con los lectores suele ser en las conferencias o ferias del libro y a través de las columnas del diario El País. Muchas veces los lectores escriben a la dirección del diario y el diario muy gentilmente me lo remite. Y con algunos de ellos se ha generado una suerte de relación. Es interesante conversar con ellos. En ocasiones me hacen algunos comentarios de cosas que vieron en mis textos que resultan sumamente nutritivas. Yo no tengo Facebook ni Twitter, pero si por supuesto me interesa lo que la gente piensa. El contacto mío es más personal, por ejemplo, cuando se acercan a pedirme que les firme un libro. En algunas ciudades chicas, como Arequipa en Colombia o en Santiago de Chile, me ha pasado que voy a una librería o caminando por la calle me dicen “tu eres tal” y ahí me comentan cosas. Es muy agradable. Uno puede escribir porque esa gente compra y consume lo que uno hace, ¿no?

En este momento de crisis del periodismo y de los medios, ¿crees que pueda recuperarse la credibilidad?

Me parece que hay muchos periodistas que tienen mucha credibilidad y la crisis pasa más bien por una crisis de medios. Desde el poder se empezó a decir que los medios mienten y los medios en vez de contradecir esta situación, haciendo buen periodismo y demostrando que no mentimos, respondieron de una manera un tanto extraña. No puedo pensar en un mundo sin periodismo o sin periodistas. Y se me hace un poco reduccionista esto de que el periodismo en bloque miente o es falso y creo que la gente es inteligente y sabe discernir entre el que miente y el que no miente, el que manipula y el que no manipula, pero siempre va a haber buenos y malos periodistas. En todo caso, lo que hay en ocasiones es un periodismo más espectacular, que disfraza la opinión de noticia. Ha habido diversas crisis del periodismo y seguirá habiendo buen periodismo y mal periodismo como hubo toda la vida. Pasa que tendemos a olvidar, pero creo que es un poco así la historia.

¿Qué es lo mejor que te dio el oficio de periodista?

Lo mejor que me dio fue la vocación. Hago lo que quiero. Pero esa es mi vida, no sé si puedo separar el periodismo de lo que soy. –

Charla entre dos: un atropello, una sincronía y la sal de la vida

─¿Tuviste miedo?

─Todo el tiempo tuve miedo, pero además tuve que aceptar que nunca iba a volver a ser la que era antes del choque

***

Como me muevo en bici todos los días, recuerdo con detalle aquella noticia de una chica que fue brutalmente atropellada por una conductora de auto mientras circulaba en bicicleta por la costanera de Rosario. También supe, más o menos por esa fecha, que la hermana de un amigo que hace mucho que no veo estaba internada y muy grave. Recién un año y medio después, haciendo entrevistas sobre movilidad urbana, una amiga que sabe mucho del tema me dijo: “Hay alguien con quien valdría mucho la pena que charles, ¿conoces la historia de Agustina? Tiene un blog y escribe hermoso”. Leí su bio y uní a la escritora, a la hermana de mi amigo y a la víctima del atropello: eran la misma persona.

Carl Gustav Jung habló por primera vez de un principio al que llamó sincronía y que definió más o menos como una mezcla fortuita de acontecimientos. No todas las personas creen en la sincronía y prefieren pensar que estas conexiones de energía son por pura casualidad. Como sea. Después de esta triple conexión quise ver a Agus y nos reunimos a tomar un café a fines de noviembre del año pasado. La intensidad de su historia y el modo precioso en que la contó, las conclusiones y los aprendizajes que me compartió hicieron que mi trabajo se vuelva muy complicado. Cada vez que me sentaba a escribir, solo quería copiar y pegar e incluir absolutamente cada palabra de la entrevista. No había lugar para mí en esa historia, no había nada que agregarle, ni contexto, ni introducción, ni reflexión, ni historia paralela. Así cruda, como estaba desgrabada, era la mejor versión posible. Solo de ese modo podía llegar a ustedes como me llegó a mí. Tres meses después y en pleno aislamiento para evitar el desparramo del coronavirus, les comparto la historia de Agus.

***

Un sábado húmedo de marzo estábamos en casa con Salvador, mi marido y como estaba un poco aburrida de la comida que veníamos comiendo le propuse salir a almorzar. Salva me respondió que mi propuesta era mitad capricho, mitad vagancia y que podíamos cocinar algo. Como una solución de compromiso decidimos salir a comprar pastas y cocinarlas en casa. Y eso es lo último que me acuerdo. En mi siguiente recuerdo estoy internada en el Hospital de Emergencias Dr. Clemente Álvarez (HECA), tres días más tarde

Después de almorzar salieron cada uno en su bici, a pasar un rato al parque. Por lo que le contaron los abogados que vieron la filmación de una de las cámaras del lugar, iban circulando por calle Illia hasta que más o menos a la altura de Moreno había un auto estacionado en doble fila. Ese es el primer auto en infracción y no está involucrado en la causa porque nunca sabrán de quién fue. Cuando Agus se adelantó al auto parado, otro auto que venía circulando muy rápido la atropelló: la chocó, Agus se subió al capó, al parabrisas, rodó por arriba del techo y cayó por atrás. La mujer que lo manejaba se dio a la fuga e intentó justificarse diciendo que no se dio cuenta de que era una persona la que rodó por su auto, sino que pensó que podía ser una piedra y que salió rápido por si le estaban por robar. Tres días más tarde se presentó por su cuenta en la fiscalía. Agus no quiso leer el informe del fiscal, pero supo que la conductora del auto dijo que estaba muy apurada para llegar al cine

Salva entró en un shock terrible. Mi cabeza sangraba mucho y empecé a convulsionar. Él me sostuvo y empezó a pedirme: mi amor no te mueras, mi amor mi amor mi amor. Cada tanto le vienen unos flashes de ese momento. Por suerte, era de día y estábamos en un lugar súper concurrido, entonces la gente llamó a la policía y a la ambulancia. Me operaron esa misma noche.

Cuando llegó al HECA, además de fisuras, abrasiones y el traumatismo, tenía un hematoma haciendo presión sobre la membrana que cubre el cerebro que, de no drenarse de inmediato, podía desencadenar daños irreversibles: en el caso de Agus, el daño podía darse en el sector del cerebro que dirige a los pulmones y al corazón. Le hicieron una craneotomía de urgencia. 

Te abren como una ventanita en el cráneo y te drenan la sangre acumulada. Hay una anécdota de ese momento. Cuando me estaban por hacer la cirugía, los cirujanos preguntaron, ¿esta chica viene de una fiesta? Porque al parecer tenía la panza súper inflamada. Así que aprendí que no hay que almorzar ravioles. Y hasta el día de hoy es,  «Agustina: ¿cuántos ravioles te comiste?»

La craneotomía salió bien. 

Después del HECA, la trasladaron a otro sanatorio en el que estuvo internada durante dos semanas, pero cuando le dieron el alta no pudo volver a su casa: no podía caminar, estaba acostada en la cama y se caía de costado de tanto mareo. Tenía muchísimos problemas de equilibrio. Tuvo un montón de conversaciones de las cuales no tiene registro, todos los días volvía a preguntar las mismas cosas

Yo siempre tuve una memoria extraordinaria. Viste cuando le decís a una persona hacer tu gracia, bueno, la mía era esa: me acordaba de cosas ridículas, números de documento de gente que había guardado en mi memoria porque era la contraseña del Wi-Fi. Entonces era: «Dale Agus, hacé tu gracia, ¿qué hicimos el 12 de octubre de 2004?» y yo empezaba a detallar el registro. Para mí perder la memoria, fue más que eso, fue una pérdida de identidad.

Agus es Licenciada en Letras. Después del choque le resultaba imposible tener una conversación con una persona. Se agotaba. Su cerebro o no arrancaba o se cansaba muy rápido.

Me dí cuenta de que el cerebro es todo. Y para mí que siempre disfruté de la labor intelectual. El tipo de trabajo que siempre hice tuvo que ver con leer y analizar y no podía ni leer una película porque el cerebro no me lo permitía. Todas las cosas que me habían hecho a mí quien yo era, quien me gustaba ser y quien me salía ser, estaban todas suspendidas

La rehabilitación tuvo mucho del tipo de rehabilitación y los cuidados que lleva adelante una persona que sufre un accidente cardiovascular (ACV). Es necesaria una buena contención emocional para no abandonarla: es dolorosa, es frustrante y muy cansadora. Los resultados se ven a largo plazo y se sabe de antemano que no se va a volver al estado inicial, por eso es muy fácil abandonar. Durante un tiempo largo no supo a priori si la mayoría o alguna de sus capacidades iban a volver 

Me había vuelto súper irreverente. Creía que todas las construcciones sociales de jerarquías, de logros, de tiempos y de gente con doctorados, en realidad no importaban, porque todos nos íbamos a morir. Pensaba todo el tiempo en términos de vida o muerte y cómo había construcciones culturales a las que yo le había dado muchísimo peso identitario y que de golpe si me moría, ninguna importaba. No saber cuáles de mis capacidades iban a volver ni cuándo ni cuánto tiempo iba a estar así, me hacía pensar: si esto es tan largo y difícil, hubiera sido más simple no sobrevivir. Me acuerdo de pensarlo un montón: «¿Para qué sobreviví?»

Y frente a ese cuestionamiento la única respuesta de los médicos era que tuviese paciencia

En ese momento tomaba 28 pastillas por día. Ellos me pedían paciencia y yo les decía: lo más importante que necesito no me lo están recetando porque no se sintetizan en un laboratorio. Me dan este millón de cosas, pero lo más importante lo tengo que producir yo

Pasó de tomar 28 medicamentos diarios a tres. De los cuales dos de ellos espera poder dejarlos. Y uno solo es probable que tenga que tomarlo de por vida, que es el anticonvulsivo. Por el tipo de daño neurológico, cuando el tejido se regenera, se regenera con cicatrices, igual que la piel. Esas cicatrices pueden ser convulsivas. Además, le quedaron algunos problemas de equilibrio y tuvo que aprender a evitar toda situación que la maree. Cuando tuvo un poquito de independencia, no podía caminar sola por la vereda. Primero se perdía y no entendía dónde estaba y después por el estrés postraumático: no podía ver autos ni escuchar una bocina porque empezaba a gritar. El neurólogo fue claro cuando le anticipó que su vida nunca iba a ser como si no la hubiesen atropellado

Creo que hizo hincapié en eso porque yo estaba todo el tiempo haciendo pequeños lutos por las vidas que había planeado vivir. Viviré otras sí, pero ya no soy la persona que podría haber sido si esto no hubiera pasado. De algún modo nos pasa a todos, envejecer es resignar posibles identidades pasadas y envejecer es no morirse joven. Y tiene la pena de la perdida de la persona que eras, la que podías haber sido, una resignación que cualquier persona que envejezca en la mejor de las condiciones tiene que hacer igual, pero además es una celebración de otra oportunidad, de otro día. Otro día que puede ser una noche con amigos que te están respaldando para que sientas un poquito la sal de la vida y te des cuenta de que cuerpo funciona y que tu mente funciona y que la gente te quiere. O puede ser también un día terrible donde te duela la cabeza y te marees y te caigas de la cama y tu equilibrio falle. Pero es la oportunidad de eso y la alternativa es la falta de oportunidad, tanto de las experiencias maravillosas como de las terribles. Me podría haber muerto y ya estaba. Ahora tengo la oportunidad de sufrir un montón y celebrar un montón también. Y eso es algo que espero no se me olvide. 

***

En este momento en que la gran mayoría de la población mundial está aislada en su casa, con las fronteras cerradas, los vuelos cancelados, con nuevas reglas de ingreso y permanencia en mercados y farmacias, sin poder salir a caminar o a andar en bici, ni a visitar a nuestras familias o amigos, podemos hacer conscientes cuántas acciones de nuestro día a día damos por sentado. Eso que parece una frase trillada y que en este momento la escuchamos y leímos en todos lados, fue de lo que me habló Agus hace un par de meses atrás, sentadas en un bar del centro de Rosario sin vísperas de que una pandemia de estas dimensiones estuviese en camino. Hace mucho que nos viene pasando a nivel individual, cuando somos protagonistas o cuando habitamos historias como esta porque alguien nos comparte sus reflexiones. Hoy nos está pasando a nivel colectivo. 

¡Qué manera de dar todo por sentado! Digerir, por ejemplo. Despertarme y que el problema sea «me da fiaca salir de la cama», en vez de «estoy tan mareada que no sé si puedo salir de la cama». No siempre estamos conscientes de la fortuna que es tener tiempo en la Tierra y capacidad. Yo estaba re contra acostumbrada a despertarme y que se me encendiera el cerebro, hasta que dejó de suceder. Estaba re mil acostumbrada a pararme y caminar hasta el baño, hasta que no pude. A que no me doliera el estómago todos los días, a que no gritara de noche sin parar. Y como estaba acostumbrada a que todo funcionara correctamente, mis exigencias y mis dolores pasaban por otro lado. Me comparaba con otras personas que hacían las cosas mucho mejor que yo. Sí, a mi me funcionaba el cerebro y yo podía leer y entender, pero mirá este otro cómo escribe y lo genial que piensa y cómo habla. Y después me di cuenta de un montón de facultades que no había apreciado. Esas cosas yo las tenía, pero no las veía. Y uno no puede vivir todo el tiempo sumido en la introspección y llorando de emoción porque giras una canilla y sale agua potable. Pero tampoco girar la canilla, mirar el agua y pensar que todo está mal en tu vida todo el tiempo. Y no apreciar lo que es maravilloso nunca. 

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Agus tiene un blog que se llama Excipientes: cantidad suficiente en donde escribió varios textos con reflexiones inteligentísimas a raíz del choque y uno de ellos trata de esta absurda manera de pensar de los humanos de que «a nosotros nunca nos va a pasar». De eso también me habló.

Una de las cosas que creo es que pensamos que nunca nos va a pasar. Que le pasa a gente mala o desconsiderada y no pensamos que nuestras acciones pueden tener consecuencias fatales. Lo que me pasó a mí, me lo hizo una persona y su distracción y me lo hizo una infraestructura y un error y una serie de decisiones ajenas a mi, pero no ajenas a cualquier ser humano. Porque sí es peligroso, pero ¿para quién es peligroso? Cuando en realidad el hecho en sí es peligroso. Y eso no significa que cada vez que estás manejando un auto estás a punto de matar a una persona, pero cada vez que estás manejando un auto podés matar a una persona. Y creo que en eso hay un problema grave y es la falta de incorporación de la responsabilidad a nivel individual. No sé si somos conscientes que en un segundo podemos terminar con la vida de alguien, por una distracción, sin intención ni deseo, porque estaba yendo al cine y me di vuelta para hablarle a mi hijo que estaba en el asiento de atrás. Que eso signifique la vida entera de esa persona y la totalidad de lo que esa persona es para su familia y para su pareja y sus amigas y todo, por el hecho de que, me estaba desplazando de este modo. Creo que es un problema grande no asumir que esto pasa. Por qué algo que es tan poderoso como conducir un auto, se ve como algo tan ligero y sin consecuencias y todo el mundo lo puede hacer. Terminas la secundaria y agarras un auto. No lo hacemos con ninguna otra cosa. Es como un ritual de paso en la maduración y en ciertos grupos hasta obligatorio e inevitable. Y hoy, ¿qué implica comprarse un auto? Es independencia, pero también es éxito. Es raro que tenga ese lugar y que nadie lo cuestione.

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Su neurólogo se lo dijo un montón de veces: había probabilidades muy altas de que se muera. En el 95% de los casos de choques de similares características la persona atropellada muere en el momento del impacto, después, el riesgo de atravesar una cirugía tan compleja y por el tipo de traumatismo, en caso de superar las dos primeras instancias, la posibilidad de quedar hemipléjica o laberíntica de por vida. Eso era lo más común. 

Cuando todo el tiempo te están diciendo que tu supervivencia fue muy improbable, entonces si sobreviví tengo que hacer algo con eso. Y a medida que pasaba el tiempo y la rehabilitación estaba dando sus frutos había momentos en los que decía: «Ah! Si yo me hubiese muerto esto no lo hubiese vivido y creo que la vida pasa por acá». Y no son las cosas por las que trabajo. Pero hace poco pude volver a andar en bici con unos amigos que me contuvieron como un escuadrón, íbamos cantando y festejando y entonces sentí que era por ahí: que la vida es para sentirse conectada con otra gente, sentir el viento en la cara, la ciudad de noche.

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Hasta que se cumplan dos años del choque no voy a saber los resultados definitivos de mi rehabilitación

Esos dos años se cumplen hoy: 24 de marzo de 2020. 

Agustina con la cicatriz que dejó la cirugía dibujada como un ornamento

{Va un gracias inmenso para Agus por compartir conmigo su tiempo y sus palabras y un abrazo fuerte con aplauso incluido por el esfuerzo y la voluntad con que llevó adelante estos setecientos treinta días}

*La foto de la portada es de Agustina, un año después del accidente, rodeada de las cajitas de los medicamentos que tomó.

Ambas fotos son de Agustina Gimbatti y Salvador Drusin

La odisea de vivir sin dolor

Hola. Recordame tu nombre para agendarte. Cualquier día vendrá bien. Arreglamos. Te cuento lo que sea. No tengo problema
[Hebe Viglione, 79 años]


Esta mujer de estatura media, pelo blanco y ojos azul profundo, habla como alguien joven, muy joven. Sin embargo, con sus casi ochenta años cuenta sin reparos, sale al aire en programas de radio y televisión y recibe en su casa a periodistas que le preguntan sobre el aceite de cannabis. Sabe que la policía no va perseguir a una abuela – es abuela de tres –  y sabe también, que desde su última cosecha dispone de aceite suficiente para ocho meses más. Está sentada en su escritorio, en la parte posterior de su casa, el único espacio que calefacciona en invierno – ¿Querés un café? – me pregunta y camina hacia la derecha donde está la cocina; a la izquierda un ventanal me permite ver el jardín donde ella misma siembra una gran variedad de plantas. Mientras bate café instantáneo, cuenta su historia y le da voz a otras personas que a pesar de sentirse amedrentadas, consumen desde la clandestinidad, porque comprobaron en carne propia que el aceite de cannabis no cura, pero quita el dolor, y que una vida sin dolor es fundamental.

Hebe padece de artritis reumatoidea, un trastorno inflamatorio crónico que afecta el revestimiento de las articulaciones. Se trata de una enfermedad autoinmune: es el mismo sistema inmunitario del paciente el que ataca por error los tejidos del cuerpo, como si fueran células malignas. Con los años, esta enfermedad produce erosión ósea y deformidad. Hebe fue operada de ambos pies por fracturas espontáneas con dolores enloquecedores y de ambas rodillas que llevaron a largas rehabilitaciones. Llegó al punto de no poder estar sentada más de media hora y dormir como máximo una hora por noche. En una conversación por Skype, su nieta que vive en Alemania le recomendó que se acercara a la Asociación Rosarina de Estudios Culturales (AREC): “Cuando fui, todavía no habían visto a ningún artrítico, así que empezamos a ver qué se podía hacer, qué dosis podía consumir y no dejé más, encontré la solución”, recuerda Hebe. Fue el 8 de junio de 2016, 34 años después de saberse artrítica, cuando se enteró que una planta sería su remedio.

El cannabis es la droga ilegal más popular del planeta. El documental “En pocas palabras: Hierba” disponible en Netflix revela que la prueba más antigua del uso de cannabis como droga se encontró en una tumba de 2700 años de antigüedad ubicada en Asia Central. En una primera instancia y en lugares con climas más fríos surgió el cáñamo, una versión de la planta sin efectos psicoactivos que se cultivó en distintas partes del mundo. Se utilizaba para la confección de ropa, sogas, velas, comida, papel, material de construcción, combustible, entre otros usos. En cambio, en los climas más templados había una variedad más psicoactiva que fue viajando a otras partes del mundo y adaptándose a los nuevos ambientes. Primero se esparció por Medio Oriente donde el hachís, una pasta de resina de cannabis, se convirtió en un estupefaciente comestible. Luego viajó a la India donde pasó a ser una bebida sagrada. Emigró hasta África, donde se usó como medicina y para estimular el coraje antes de la batalla, hasta que, finalmente, los comerciantes de esclavos la llevaron a América.

El químico psicoactivo principal del cannabis se llama THC o tetrahidrocannabinol y es el responsable de la analgesia y de ciertos cambios en la percepción. El segundo químico principal es el cannabidiol o CBD, que es el que reduce la ansiedad. Pero el cannabis tiene además otros 100 compuestos que afectan al cuerpo llamados cannabinoides. Hace unos años atrás, investigadores concluyeron que los humanos y los animales en general (a excepción de los invertebrados) producen muchos de estos químicos de modo natural y tienen – tenemos – receptores dispersos por todo el cuerpo: están relacionados con la regulación alimenticia, la cognición, las habilidades motrices finas, el olvido y la reducción de estrés. Son un total de 400 compuestos activos los que le dan a cada planta un perfil químico único. “Hay cientos de cepas, se puede comparar con las vides. Como determinada cepa mezclada con otra da lugar al merlot o al malbec, lo mismo pasa con el cannabis. Y va a depender de la enfermedad que se trate la decisión de utilizar o no THC o CBD y en qué porcentaje. Con la gente de AREC conseguimos que la Facultad de Bioquímica y Farmacéutica de la Universidad Nacional de Rosario nos haga los análisis del aceite, para saber con exactitud qué es lo que consumimos”, explica Hebe Viglione. 

Los síntomas de la artritis son: dolor agudo intermitente al estar parado, sentado o acostado, en articulaciones del cuello, dedos, espalda, manos, muñecas, rodillas, cadera y tobillos. A esto se suma el mal humor por la incapacidad de hacer, la incapacidad de planificar y frustración, mucha frustración. Hebe me explica que, desde que fue diagnosticada, hizo todos los tratamientos del dolor que tenía a disposición, visitó médicos y kinesiólogos, probó distintos fármacos. “Tengo un dedo que nunca más va a volver a ser normal y no me importa el aspecto que tenga, ya no me duele”, expresa. Sobre la medicación agrega que, en enfermedades crónicas como la suya, después de un determinado tiempo, el organismo se agota y no reacciona más y ahí es cuando empiezan otro tipo de problemas: complicaciones esofágicas o renales con controles regulares de la sangre y el miedo siempre latente a terminar en diálisis. “Cuando empecé con el grupo casi no podía salir de mi casa, mi entrenador me ayudaba, tenía un dolor espantoso. Y fue una experiencia nueva, pero no era oficial, más bien ilegal, así que fue complejo”, recuerda. “Me advirtieron que demoraba mas o menos un mes. Empecé tomando una gota a la mañana, una al mediodía, una a la tarde y dos gotas a la noche. Lo primero que noté a las tres semanas es que dormía más tiempo, que no me despertaba tantas veces a la noche, hasta que mas o menos a los seis meses noté una cierta distención muscular y, por último, la disminución del dolor”.

Hebe es doctora en historia, fue docente e investigadora miembro del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario, del que se jubiló recién a los 75 años, porque estaba cansada de corregir tesis de alumnos «que escribían con el lenguaje de los mensajes telefónicos». “Siempre me dediqué a la historia de la población, a la demografía histórica”, me cuenta y entonces entiendo por qué la pared que está detrás de ella está llena de libros, muchos de ellos bastante antiguos. “Antes de que llegara Colón las culturas antiguas tenían sus propios remedios” – dice mientras mira en su mano derecha el dedo anular que quedó rigido y encorvado hacia arriba – “hoy, en cambio, tenemos una pastilla que se vende en la farmacia, pero si le prestás atención a su composición, vas a ver que tiene el derivado químico del romero o del sándalo. O, por ejemplo, la infusión de corteza de sauce que te da el mismo resultado de una aspirina, porque Bayer la sacó de ahí, de los indios que lo usaban para bajar la fiebre”. La medicina positivista negó, en gran parte, todo ese saber previo y el consumo de marihuana, que era libre en los años sesenta, ahora es un delito: “En la facultad se fumaba libremente. Así como yo le daba de mamar a mi hija y nadie me decía nada, hoy capaz ven a una mujer dándole de mamar a un chico y se asustan. Yo creo que en estas cosas retrocedimos mucho”, concluye.

El artículo 77 del Código Penal Argentino aporta una definición que no define nada: “El término estupefacientes comprende a los estupefacientes psicotrópicos y demás substancias susceptibles de producir dependencia física o psíquica, que se incluyan en las listas que se elaboren y actualicen periódicamente por decreto del Poder Ejecutivo Nacional”. En esa lista hay 328 sustancias, entre las que se encuentra el cannabis, su resina, extractos, tinturas, aceite y semillas. “En nuestro país, lo relacionado con estupefacientes está regulado por la Ley Nº 23.737, sancionada y promulgada en el año 1989”, explica el Dr. Daniel Machado, abogado penalista (Mat. L48 F223) y adscripto a la cátedra de Penal II de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina. “Esta ley criminaliza de forma inconstitucional el consumo personal de estupefacientes, vulnerando el derecho a la salud de las personas con problemas en adicciones, así como también el ámbito de autonomía personal que establece el art. 19 de nuestra Constitución”, agrega. Constitución Nacional Argentina, artículo 19: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”. Orden, moral pública, terceros, Dios, magistrados.

A lo largo de su historia, esta materia tuvo vaivenes jurisprudenciales, que es igual a decir que los jueces la interpretaron de modos diametralmente opuestos. Son tres fallos los que fueron marcando esos caminos contrapuestos: en Bazterrica (1986) la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) falló en contra de la penalización de la tenencia de marihuana para consumo personal; en Montalvo (1990) la CSJN falló a favor de la penalización del consumo personal y en Arriola (2009) la CSJN volvió a fallar en contra de la penalización del consumo personal. “Desde el fallo Arriola se dictaron tres leyes con una mirada no punitiva: el Programa Nacional de Educación y Prevención sobre las Adicciones y el Consumo Indebido de Drogas dependiente del Ministerio de Educación (2009), la Ley Nacional de Salud Mental (2010) y el Plan Integral para el Abordaje de los Consumos Problemáticos (2014). Sin embargo, a pesar de los avances en la materia y de una mirada no prohibicionista en auge, la ley Nº 23.737 continúa vigente y aunque la mayoría de las causas por tenencia simple de drogas son desestimadas por los jueces, los consumidores se enfrentan a la detención policial selectiva e ilegal, a extorsiones por dicha fuerza de seguridad o a demoras en comisarías, con el solo fin de alimentar las estadísticas de la “guerra contra las drogas” ya que estas situaciones se consideran violaciones a la ley de estupefacientes”, explica el Dr. Machado. 

En agosto de este año se cumplieron diez años del fallo Arriola y la ONG Reset presentó un spot para denunciar que luego de dos años de la sación de la ley Nº 23.750 (2017) que creó el Programa Nacional para el Estudio y la Investigación del Uso Medicinal de la planta de Cannabis, no hay elaboración local de compuestos y el programa está desfinanciado y limitado a una única enfermedad: la epilepsia refractaria. “Por su parte, la provincia de Santa Fe sancionó la ley Nº 13.602, que estableció la incorporación al sistema de salud pública de una serie de medicamentos a base de cannabis. Si bien la ley provincial es más amplia, porque incluye otras patologías, tampoco contempla el autocultivo”, explica el Dr. Daniel Machado. Respecto a la posibilidad de importación del cannabis, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología médica (ANMAT) también limitó la autorización para casos de epilepsia refractaria en niños y jóvenes adultos. 

La palabra epilepsia en su etimología significa interrupción brusca. Desde el punto de vista médico es un desequilibrio en la actividad eléctrica de las neuronas que deja una predisposición a padecer convulsiones recurrentes con consecuencias neurobiológicas, cognitivas y psicólogicas. Se trata de episodios breves de movimientos involuntarios que pueden afectar a una parte del cuerpo o a su totalidad y a veces se acompañan de pérdida de la conciencia. Se denomina refractaria cuando el tratamiento médico anticolvusivante no logra detener las crisis. “Durante el período de medicación tradicional, Felipe no controlaba sus crisis, fue recién a partir del consumo de aceite de cannabis que las crisis desaparecieron”, explica Natalia Mola, mamá de Felipe, que hoy tiene seis años y ya lleva un año y medio sin rastros de epilepsia. El tratamiento con fármacos tradicionales no solo no controlaba las convulsiones, sino que además tenía efectos secundarios que trastocaban su vida: carácter irritable, falta de sueño, falta de hambre, inestabilidad anímica. 

Natalia Mola cultiva cannabis y es la presidenta de la organización “Madres que se plantan”. Natalia Mola es una madre que planta. Este grupo de ocho madres de niños con diversas patologías o dolencias – parálisis cerebral, epilepsia refractaria, cuadriplejia, síndrome de asperger – se presentó el año pasado ante el Juzgado Federal Nro. 2 de la ciudad de Rosario, a cargo de la Dra. Sylvia Arramberri con el fin de obtener la autorización judicial para autocultivar y producir aceite de cannabis. “En el planteo judicial se interpuso un amparo contra el Estado Nacional, con la pretensión de que se ordene el suministro de aceites cremas y materias vaporizables de canabbis en cantidad de cepas suficientes, indispensables para la correcta atenuación de las patologías y dolencias que sufren sus hijos. Además, y como medida cautelar, solicitaron que se las habilite al cultivo de cannabis, en sus respectivos domicilios, en la esfera de su intimidad y al resguardo de terceros, con fines de consumo medicinal para sus hijos menores, todo ello en coordinación con el laboratorio de análisis de la Facultad de Ciencias Bioquímicas y Farmacéutica de la Universidad Nacional de Rosario y manteniendo la asistencia profesional de la Asociación de Usuarios y Profesionales para el abordaje de Cannabis (AUPAC)”, comenta con precisión el Dr. Machado. 

La jueza de primera instancia falló a favor del pedido y autorizó a las madres el cultivo y producción del aceite. «Estoy sumamente aliviada y contenta, porque hasta el momento estábamos desamparadas», expresó Natalia al medio rosarino Rosario3.com. A pocos días y antes de su confirmación, un fiscal de oficio presentó un recurso de apelación ante la Cámara Federal de Apelaciones, la que por votación dividida revocó el fallo de primera instancia, dejando a las madres frente a un desamparo legal y con la posiblidad de ser configuradas dentro del delito de narcotráfico. El fallo de segunda instancia es, si se puede, incomprensible: por un lado permite a las madres el autocultivo de la planta de cannabis, pero por el otro les prohibe la producción del aceite. “Lo central es que las madres pueden seguir haciendo el autocultivo pero no pueden fabricar el aceite porque es un medicamento, y tiene que elaborarse como tal, con las normas de ANMAT, y las que establece la policía sanitaria del Estado Nacional”, explicó a los medios locales Jesica Pellegrini, representante legal del grupo. «Nos dieron una alegría y ahora volvemos a donde estábamos antes. No hay ninguna ley que nos proteja. Nos pueden juzgar y castigar como si fuéramos narcotraficantes «, lamentó Natalia Mola ante el periódico Pagina12. Frente a esta situación las madres presentaron un Recurso Extraordinario Federal para que la Corte Suprema de Justicia de la Nación resuelva definitivamente la situación. “Lo cierto es que hoy en día la cautelar se encuentra vigente, el caso pasó a la Corte Suprema de Justicia y hasta que lo defina podemos plantar y seguir produciendo aceite”, explica Natalia.

La Organización Madres que se Plantan surgió a partir de la presentación del amparo colectivo. “Había mucha gente con curiosidad y necesidad de recibir información y asesoramiento. Y si bien somos nuevas y no tenemos bien definido cuál va a ser el futuro de la organización, sí tenemos en claro que el objetivo es contener y ayudar a las personas que se acercan porque es el mismo camino que hace un tiempo transitamos nosotras”, explica Natalia. La red de ayuda surgió a partir de la necesidad de mucha gente que tiene dudas, miedo, consiguió un aceite y no da resultado, quiere saber dónde comprar semillas o aprender a cultivar o a producir el aceite. Pero este trabajo en equipo va más allá: “También se acercan personas que no saben dónde ni cómo se tramita el certificado de discapacidad, qué cubre, hay una gran desinformación. No hay nadie que te contenga ante un padecimiento de salud, ni que te explique cuáles son los caminos a seguir y uno no nace sabiendo cómo se aborda un tema de discapacidad en la familia”, agrega Natalia. Algo similar sucede en el caso de AREC: “En un comienzo, nos reuníamos mensualmente y aprendíamos a hacer el aceite. Hoy el grupo se reúne pocas veces, porque ya tenemos bastante practica, pero hay gente capacitadora que enseña a producir, hay médicos alopáticos que asesoran, es como una red solidaria y si a alguien le falta algo colaboramos entre todos”, explica Hebe.

El reporte mundial de drogas (Global Drug Report[5]) de 2016, realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) determinó que el consumo global de cannabis es del 3.8 porciento de la población mundial: un total de 182.5 millones de personas, algo así como la población argentina multiplicada por cuatro. Los Países Bajos fueron los primeros del mundo en permitir el cannabis como fármaco de prescripción en las farmacias para el tratamiento de una gran variedad de enfermedades. Se vende un máximo de cinco gramos por persona y existen pequeños espacios de acceso público, llamados coffeeshops, donde está permitido fumar. Canadá es el segundo país del mundo, después de Uruguay donde es legal el consumo recreativo de marihuana. La ley uruguaya fue pionera en el mundo al legalizar y dejar en manos del Estado la producción, distribución y venta controlada de la marihuana. En Chile no está prohibido el consumo en pequeñas cantidades, pero sí el cultivo. En Estados Unidos, unos treinta estados  permiten el uso de la marihuana medicinal y en nueve de ellos se puede vender y consumir marihuana para uso recreativo de forma legal.

Desde la Organización de Naciones Unidas aseguran que la experiencia adquirida con el consumo de alcohol y tabaco parece indicar que la legalización del cannabis con fines medicinales provocaría que las personas consideren menos los riesgos de consumirlo y aumente la posibilidad de que caiga en manos de menores de edad. La Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) dio a conocer a principios de este año un informe que describe una serie de consecuencias del consumo de marihuana: intoxicación, trastornos de conciencia, trastornos de percepción, ataques de pánico, alucinaciones, reducción de la capacidad para conducir. Hay efectos adversos a corto plazo y hay efectos psicosociales a largo plazo del consumo habitual de cannabis. El neurólogo infantil, Dr. Santiago Galicchio declaró en el marco del amparo presentado ante la Justicia Federal de Rosario que los estudios científicos disponibles están realizados en base al aceite “Charlotte”, un aceite de cannabis importado de Estados Unidos, y que todo lo que es casero no está acompañado de ningún estudio científico, lo que no significa que no sea beneficioso para algunos pacientes.

“El problema es la burocracia de los tiempos de la justicia y de las leyes, que poco tiene que ver con los tiempos de la salud de las personas. Además, hay muchas trabas de intereses económicos de laboratorios, de empresas farmacéuticas y calculo que el tema es ese, determinar a quién le autorizan este gran negocio que va a generar mucho dinero, como lo esta generando en Uruguay y en Chile”, expresa Natalia. “El resultado, en cualquier caso, es que los problemas de miles de millones se transforman en un texto que sólo entienden unos pocos, mientras la mayoría se queda sin saber de qué va la cuestión. En síntesis: el burócrata funciona como una barrera contra el conocimiento generalizado – la forma más fecunda de conocimiento”, dice Martín Caparrós en su libro El Hambre. La demora en la reglamentación hace que los que necesitan el aceite vayan a buscarlo a lo que llaman mercado negro: “No sabemos qué tienen los aceites truchos o del mercado negro, lo que sí es probable es que tenga otras cosas que son perjudiciales como, por ejemplo, algún derivado del petróleo. El proceso de las hojas al aceite requiere paciencia, tiempo, productos originales, determinado tipo de alcohol, filtros de determinado tipo de algodón y no se puede saber si lo hacen de ese modo”, agrega Hebe. “Lo que sucede es que realmente funciona. Hace cuatro años me operaron un pie y lo llenaron de clavos, la rehabilitación me costó tres meses. Cuando me operaron la rodilla, yo ya estaba tomando el aceite y la rehabilitación me llevó un solo mes, porque podía hacer los ejercicios que me pedían – explica – no te produce acostumbramiento, a veces viajo y me lo olvido y no lo tomo. La gran diferencia con la medicación tradicional para dormir es justamente que no te volvés adicto. Si no lo tomas, no te pasas la noche con los ojos abiertos. Y, además, en mi caso el consumo de aceite provocó la reducción paulatina de remedios convencionales, en este momento no tomo ningún fármaco”, concluye Hebe.

Cannabis, marihuana, marijuana, hachís, yerba bruja, porro, hierba, faso, chala, cáñamo, marimba, maría, oro verde, flores, matuja, paraguayo, maconia, yerbagüena, joint, weed, pot, maryjane, ganja, churro, chespa, bang, hierba santa. Y sigue el elenco de nombres con que se apoda a esta planta alrededor del mundo. “Para no morirme de angustia tengo que creer que, en los próximos cuatro años, lo vamos a tener aprobado. Hay muchos médicos interesados y ya es el segundo año que la Facultad de Medicina da cursos anuales sobre terapéutica relacionada al cannabis. Para mí fue un cambio brutal y quiero que otros lo disfruten”, dice la mujer que con 79 años continúa siendo parte de proyectos valiosísimos para la conservación de la historia de la población mundial.

Felipe está sin episodios de epilepsia. 

Hebe duerme entre seis y ocho horas por noche.

El aceite de cannabis no cura, pero quita el dolor y una vida sin dolor es fundamental.-


El desafío de convivir en el río más extenso de la Argentina

En el río hay prioridades. Reglas que alguien escribió para que primero pasen unos y después otros. En el río, la prioridad no depende del tamaño, sino de la capacidad de maniobra. El kayak tiene prioridad ante las lanchas, pero no ante los veleros. Y los buques tienen paso prioritario en el canal comercial. 

En el río, como en la calle, las prioridades no siempre se respetan. Así como el peatón frena para que el auto pase, los kayaks dejan paso a las lanchas por miedo a que los choquen. Gustavo Correu es nadador aficionado y asume que “la gente, como se comporta en la calle se comporta en el río”. Hay un orden de prioridad establecido y ante la duda, debe primar la razón, el respeto y la cortesía, dice el manual de buenas prácticas. Convivir el río quizás solo sea una cuestión de comportamiento.

El nadador que no regresó

El Turco salió a nadar a eso de las dos de la tarde de un miércoles de noviembre, cuando recién empezaba la temporada. Era un regalo que se hacía. Amaba el contacto con las aguas marrones del Paraná y aunque el río nunca es el mismo, parecía que después de tantos años se conocían. Entrenaba para una travesía junto con dos compañeros y los tres llevaban su torpedo reglamentario, un cono naranja fosforescente que los hacía visibles. Marcelo “Turco” Abram, periodista del diario La Capital y padre de Lucía, nadaba paralelo a la costa en la zona norte de Rosario, cuando una lancha lo pasó por arriba. Tenía 51 años.

Los números del agua 

El Paraná es una de las principales reservas de agua dulce del mundo. Es el río más extenso de Argentina y el segundo más caudaloso de Sudamérica, después del Amazonas. Nace en los estados brasileños de São Paulo y Minas Gerais y no pasa desapercibido: moviliza un caudal de 16 mil metros cúbicos de agua por segundo, algo así como 480 millones de botellas de un litro volcadas en un contenedor cada minuto. Luego, baja por Paraguay y atraviesa el norte argentino hasta el Río de la Plata. En ese recorrido baña la costa de la ciudad de Rosario con un frondoso corredor de 116 metros de ancho. Durante el 2017, el sector rosarino del Paraná albergó a 5 mil buques comerciales y 35 mil barcazas y en los meses de verano sumó 31 mil  embarcaciones, entre motor y remo que junto a nadadores y bañistas confluyeron para disfrutar, desafiarse y sentir la naturaleza.

El remedio que llegó tarde

La falta de un protocolo de cruce y de un sistema de seguridad adecuado, sumado a la tragedia de Marcelo, convirtieron el cruce a nado del Paraná en una postal del pasado. Gustavo, un nadador aficionado, cuenta que antes del accidente, las prácticas se hacían en aguas abiertas y muchas veces los nadadores frenaban para dar paso a una embarcación deportiva. Después, se prohibió el cruce del canal y se habilitó el carril exclusivoComo la mayoría de las veces, la sociedad y sus jefes llegaron tarde. 

Claudio González, periodista de La Capital y compañero de redacción del Turco considera que la solución está “en hacer campañas de concientización hasta que la gente cumpla” o implementar la fórmula que rima pero parece imposible de alcanzar: educación, prevención y sanción. Hoy, cruzar el Paraná, implica sortear un flujo indeterminado de objetos y personas que circula en todas las direcciones. En ese escenario de desprotección, el compromiso y la responsabilidad de los involucrados parece ser el único norte.

La empatía, una habilidad que se aprende

Para convivir en el río, es urgente ponerse en el lugar del otro. Que el kayakista sepa qué va a hacer la lancha y, a su vez, que el timonel entienda cómo va a reaccionar el kayak. Pero para eso hay que formarse. “El río es muy lindo cuando está planchado, hay sol y no hay viento, pero en los días que el clima cambia de repente, hay que saber qué hacer”, dice Francisco Gerominez, instructor de kayak y profe de la escuelita Al otro lado del río. Francisco trata de no enojarse pero le molesta mucho el oleaje que generan las lanchas. Cree que es una desconsideración muy grande para los que van a remo y que es un poco de inconsciencia y un poco de ignorancia.

En Rosario, quien lo desee puede alquilar un kayak y salir a navegar porque no se exige ningún carnet. Algunos dicen que ahí está el problema y otros, que ese carnet solucionaría poco. En la calle, todos lo tienen, pero como en el río, las infracciones crecen, los accidentes ocurren y la convivencia se rompe.

Las reglas del juego

Cada actor juzga las fallas desde su perspectiva y busca proteger a su colectivo, pero todos coinciden en que el respeto por las reglas es otra de las claves de la convivencia. Jorge Suprun es práctico, y después de una larga trayectoria arriba de barcos de todos los tamaños, décadas de formación profesional, cientos de horas de entrenamiento y varios exámenes rendidos, conoce el Paraná como a él mismo. El práctico es un marino experimentado que asesora a los capitanes de los buques para entrar y salir en las máximas condiciones de seguridad. Jorge cree que solo se convive respetando las prioridades de paso, las zonas de prohibición de cruce y las zonas de fondeos. Para Jorge, el río es su mejor amigo, y como en toda relación, hay reglas.

Uno de los dos compañeros de Marcelo avanzaba concentrado cuando escuchó un ruido, vio una lancha acercándose y enseguida, los gritos de auxilio. Socorrió a su amigo junto con un guardavida y otras personas que ayudaron en la costa. La ambulancia nunca llegó. El Turco fue trasladado en una camioneta hasta el hospital Eva Perón, pero no fue operado. La hélice de la embarcación le había hecho demasiado daño. “Uno de los redactores hablaba con alguien por teléfono y nos dimos cuenta que era una mala noticia. Cortó y nos dijo a todos que el Turco había sido atropellado y que estaba muy grave. A la hora y media supimos que había fallecido”, recuerda Claudio, su compañero de La Capital. La causa se caratuló como homicidio culposo. 

La estructura del control

En el tercer piso de un edificio antiguo de color blanco, ubicado en la avenida Belgrano, está la Oficina de Control de Tráfico de Prefectura. Al entrar, un ventanal gigante deja ver al río de fondo. Seis pantallas muestran datos, varias personas chequean sus computadoras, un capitán de barco comunica su ubicación por radio. Ahí adentro, donde el silencio se escucha, pocos gestos alcanzan para comunicarse.

Es como un mundo aparte, donde todos saben lo que hacen. Supervisan su jurisdicción a través de radares durante las 24 horas y recolectan la información necesaria para prevenir a los capitanes de embarcaciones, a los clubes náuticos, a los muelles y a las guarderías. Alertan sobre las condiciones meteorológicas y el tráfico fluvial y prohíben la circulación cuando hay vientos fuertes o nieblas espesas. Ellos son el peaje que decide quién entra y quién no. Pedro Vila es el Jefe del Centro de Control de Tráfico y cuenta que ante la noticia de un accidente y aunque parezca evidente, lo primordial es ir al lugar del hecho y rescatar a la persona que esté en riesgo, el resto es administrativo y de esa segunda parte se desentienden.

En los meses de temporada alta, la Prefectura aumenta los controles para verificar que todos estén cumpliendo. Sin embargo, Pedro cree que más allá de las reglas, hay que apelar a las personas.

Cinco años y medio después de aquel miércoles 14 de noviembre de 2012 se dictó la sentencia definitiva: el timonel a cargo de la lancha que arrolló al periodista de La Capital fue condenado a realizar trabajos comunitarios durante dos años en el merendero “Centro de Buenas Noticias», a servir el desayuno en el barrio Quom y a asistir a un programa de reeducación para condenados por delitos viales. Graciela Chatlos, expareja del periodista y madre de Lucía, la hija de ambos, agradeció por las redes sociales a todos los que la acompañaron en estos años de lucha y espera, y le pidió a Marcelo que descanse en paz. Ya era hora. 

Hoy, en el lugar exacto donde fue atropellado Abram, hay un corredor exclusivo para nadadores que lleva su nombre. El Turco dejó la vida para que sus compañeros puedan nadar más protegidos. Todavía faltan medidas de seguridad y de control, pero sobre todo conciencia y compañerismo, para dejar de ser una sociedad dormida que solo se despierta frente al rigor. En el río, como en la calle, ponerse en el lugar del otro sigue siendo un desafío pendiente.

[Este texto fue publicado en el diario Red/Acción en Julio de 2019]